LA FAMILIA ENSAMBLADA EN EL RÍO DE LA PLATA. 1785-1812

LA FAMILIA ENSAMBLADA EN EL RÍO DE LA PLATA. 1785-1812[1]

por VIVIANA KLUGER

SUMARIO

1.- INTRODUCCIÓN.

2.- LA DEFINICIÓN DE FAMILIA 3.- LA FAMILIA ENSAMBLADA. 4.- LA FAMILIA COMO OBJETO DE ESTUDIO DE LA HISTORIA DEL DERECHO.

5.- LA ELECCIÓN DE LAS FUENTES.

6.- LAS FUENTES JUDICIALES.

7- LOS EXPEDIENTES JUDICIALES EN EL CASO DE LA FAMILIA ENSAMBLADA. LAS DIFICULTADES PARA REGISTRARLA.

8.- REGULACIÓN JURÍDICA DEL MATRIMONIO.8.1.- EL DEBER DE CONVIVENCIA.

9.- EL DIVORCIO 9.1.- REGULACIÓN JURÍDICA 9.1.1.- ADULTERIO, MALOS TRATOS Y SEVICIA. 9.2.- LA UTILIDAD DEL DIVORCIO. 9.3.- LA CONDENA SOCIAL Y JURÍDICA DEL DIVORCIO.

10.- LA SEPARACIÓN DE HECHO.

11.- LA BARRAGANÍA Y EL AMANCEBAMIENTO 11.1- SU REGULACIÓN JURÍDICA. 11.2.- EL DERECHO Y LA REALIDAD. LOS PECADOS DE TODOS LOS DÍAS. 11.3.- LAS UNIONES DE HECHO Y LAS RELACIONES EXTRAMATRIMONIALES A TRAVÉS DE LA PRAXIS JUDICIAL.

12.- EL MATRIMONIO, LAS UNIONES DE HECHO Y LAS RELACIONES

EXTRAMATRIMONIALES A TRAVÉS DE LOS HIJOS. 13.- LA VIUDEZ. 13.1.- LA CONSIDERACIÓN SOCIAL DE LAS SEGUNDAS NUPCIAS. 13.2.- LA REGULACIÓN JURÍDICA DE LA VIUDEZ Y DE LAS

SEGUNDAS NUPCIAS. 13.3.- LA SIMPLE AUSENCIA. 13.4.- EL ADULTERIO PREEXISTENTE Y POSTERIOR A LA VIUDEZ. 13.5.- EL RÉGIMEN PATRIMONIAL DE LA VIUDEZ. 13.6.- LA CUARTA MARITAL. 13.7.-

EFECTOS DE LAS SEGUNDAS NUPCIAS SOBRE LOS BIENES Y LAS PERSONAS DE LOS HIJOS MENORES. 13.7.1.- EFECTOS SOBRE LOS BIENES. 13.7.2.- EFECTOS SOBRE LAS PERSONAS DE LOS

MENORES. LA TUTELA. 14. EFECTOS JURÍDICOS EMERGENTES DE LA FAMILIA ENSAMBLADA. 14.1.- .EFECTOS CIVILES. 14.1.1. GUARDA DE HECHO. 14.1.2. ALIMENTOS. 14.1.3. PARENTESCO POR

AFINIDAD. 14.1. 4 PÉRDIDA DE LA TUTELA A LOS BIENES Y PERSONA DEL MENOR. 14.1.5. DERECHO A SOLICITAR LA EMANCIPACIÓN. 14.1. 6. DERECHO SUCESORIO. 14.1.7.- ALIMENTOS A FAVOR DE

LA MADRE O DEL PADRE. 14.2.- EFECTOS PENALES. 14.2.1.- DELITO DE ADULTERIO. 14.2.2.- PARRICIDIO. 15.- LA FAMILIA ENSAMBLADA A TRAVÉS DE LA PRAXIS JUDICIAL. 16.- CONCLUSIONES

1.- INTRODUCCIÓN.

“Casamentar, segund Santa Eglesia, pueden los omes e las mugeres, dos vezadas o mas, despues que fuere departido el primero matrimonio por algun embargo derecho, o por muerte…”[2].
Esta posibilidad de contraer nuevo matrimonio consagrada por las Partidas, cuando el primero llegara a su fin por la muerte de alguno de los cónyuges o por otra justa causa, constituía el punto de partida de un largo camino por el que hombres y mujeres transitaban y continuarán transitando en el devenir de sus relaciones familiares.
Y así, quien hoy es cónyuge, mañana será “difunto”, o tal vez “ex-cónyuge”; quien hoy es viudo, mañana será padre de nuevo; quien hoy tiene a su padre y madre vivos, tal vez se convertirá en hijastro, o
también, quien ahora es hijo único podrá ser hermano de vuelta, dando origen a una cadena de relaciones conyugales, paterno-filiales y de afinidad que llevan a una novedosa denominación para describir a un tipo de familia que siempre existió: la familia ensamblada.
El objeto del presente trabajo consiste en detectar, a través de la legislación, la doctrina y la praxis judicial, la existencia de este tipo de estructuras familiares en el Río de la Plata durante el período 1785-1812, y las posibilidades que, desde la ley, la elaboración doctrinaria y los distintos planteos judiciales, se suscitaron para hacer surgir de ellas, efectos jurídicos y los consiguientes deberes y derechos entre sus integrantes.
Hemos elegido el periodo 1785-1812 por coincidir con el lapso durante el cual actuó en el Río de la Plata la Segunda Audiencia de Buenos Aires. Tal como lo sostuvimos cuando nos ocupamos de los deberes y derechos emergentes de las relaciones conyugales [3], dos razones nos llevaron a elegir este límite temporal:
En primer lugar, porque corresponde con el comienzo del desempeño de una justicia letrada, con la consiguiente posibilidad para el investigador, de tratar de dilucidar en qué medida habrían cambiado-o no- los valores, las expectativas y los conceptos, de quienes pudieron elegir entre seguir llevando sus pleitos ante las justicias legas y aquellos que decidieron el camino del tribunal togado; y además, por permitir analizar la eventual existencia de diferencias entre el tratamiento acordado a estas cuestiones por la justicia capitular o real y la nueva justicia letrada.
En segundo lugar, el período en cuestión concuerda con el surgimiento de nuevas ideas en todos los ámbitos, y en el tema de las relaciones familiares, nos lleva a tratar de registrar la efectiva -o no- introducción de las corrientes niveladoras de las diferencias sociales, de la disminución de la autoridad paterna, de la aparición de las concepciones individualistas, etc.
El análisis de la legislación que rigió durante la existencia del Virreinato del Río de la Plata, de las opiniones de los autores que eran leídos por las mentes más iluminadas de la época y citados frecuentemente en los pleitos judiciales y las conclusiones a las que se arribaba en los expedientes por cuestiones familiares planteados durante el periodo, nos permitirá saber un poco más sobre un tipo de familia que en definitiva constituyó una variante de las muchas formas de convivencia que generó la época objeto de estudio, y que en definitiva, nos acerca a la idea de la familia virreinal porteña.
Coincidimos con Pilar Gonzalbo al afirmar “..la imposibilidad de escribir una sóla historia de la familia, cuando salta a la vista la diversidad de los modelos familiares, no sólo en distintas épocas y países, sino aún dentro de una misma sociedad, en sus diferentes niveles socioeconómicos” [4].
Si bien el derecho del periodo objeto de estudio, no contempló a la familia ensamblada como una totalidad, tuvo en consideración los vínculos interindividuales que se generaron con la constitución de este tipo de familia. En este sentido, Robert Rowland ha considerado que “…las relaciones entre grupos y entre individuos ya sean de naturaleza económica, política o simbólica, son pensadas como si fueran relaciones de parentesco y de ello derivan los derechos y las obligaciones que las definen” [5].
El presente trabajo apunta a analizar, desde el punto de vista de la historia del derecho, la regulación jurídica y los efectos del vínculo que se conformaba entre un cónyuge y los hijos del otro nacidos de la unión precedente, ya fuera de una matrimonio anterior finalizado por la muerte de alguno de los cónyuges, divorcio o la separación de hecho.
Es que la convivencia debe haber generado el surgimiento de nuevos roles y de responsabilidades entre sus integrantes, los que no pudieron haber pasado inadvertidos para quienes tenían la responsabilidad de estructurar la familia que la sociedad de su época exigía. Y así, primero desde la realidad y luego desde la legislación, se trazaron las líneas rectoras de este tipo de familia, las que una vez puestas en práctica, habrán hecho ostensible el ajuste o desajuste entre lo prescripto y lo efectivamente cumplido, entre lo pergreñado como ideal por quienes estaban encargados de redactar las normas, y lo sentido como posible por quienes eran receptores de esta legislación.
Nuestro análisis nos lleva a pensar que aunque a este tipo de familia no se la hubiera definido y adjudicado un nombre, existía y puede ser objeto de una sistematización de sus efectos jurídicos por parte del investigador del derecho.
Estudiar la familia ensamblada desde esta perspectiva, tal como se hiciera con los deberes y derechos conyugales o las relaciones paterno-filiales [6], contribuye a saber un poco más acerca de la familia rioplatense de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX.

2.- LA DEFINICIÓN DE FAMILIA.

La familia ha sido descripta como un conjunto de personas que generalmente están unidas por un vínculo de parentesco,-aunque no necesariamente- que conviven bajo un mismo techo, “para los propósitos de comer, dormir, descansar y recrearse, crecer, cuidar a los niños y procrear, si se trata de la clase de personas a las cuales la sociedad les permite procrear” [7]y desde el punto de vista económico, “dedicadas a la fundamental y casi única tarea de la conjunta explotación de un determinado patrimonio agrícola y ganadero y sometidas a la férrea disciplina de una bien cuidada organización jerárquica” [8].
En sentido particular, constituye un “grupo domestico corresidente” [9].
Esta definición de familia contempla las siguientes características:

a) Un lazo de parentesco.
b) La cohabitación.
c) La procreación.
d) El sometimiento a una figura jerárquica.

3.- LA FAMILIA ENSAMBLADA.

Dentro de este orden de ideas, podemos distinguir entre una familia “intacta”, es decir, aquella que no ha sufrido disgregación como consecuencia de la ruptura o viudez, y una familia “ensamblada”.
Según Cecilia P. Grosman y Silvia Mesterman, “desde la perspectiva psico-social” se define a la familia ensamblada como “aquella estructura familiar originada en el matrimonio o unión de hecho de una pareja, en la cual uno o ambos de sus integrantes tiene hijos provenientes de un casamiento o relación previa” y agregan que “de este modo, la pareja adulta, los niños procedentes de tales primeros vínculos y los que pudieran nacer del nuevo lazo marital conforman un sistema familiar único” [10].
En consecuencia, rasgos característicos de este tipo de familia, serían la existencia de una relación matrimonial o de hecho previa, interrumpida por el divorcio o la separación de hecho o la viudez, y la coexistencia de hijos de cualquiera de estos vínculos anteriores con los descendientes de la relación presente.
Se trata de familias que se originan en nuevas uniones, tras una separación, divorcio o viudez, cuando uno o ambos cónyuges tienen hijos de un vínculo anterior. Son “grupos familiares donde conviven o circulan niños y adolescentes de distintos matrimonios” y que, según Grosman y Martínez Alcorta, “conforman una red de sustento emocional y material, pero al mismo tiempo no exenta de antagonismos y conflictos” [11].
Es decir que la familia ensamblada comprende no sólo la nueva familia que se origina en el matrimonio, sino que también abarca las consecuencias jurídicas derivadas de la vida en común en los casos de uniones de hecho.
Aunque tradicionalmente se concebía el término de “padrastro o madrastra” cuando se aludía al nuevo marido o a la nueva esposa de la madre o del padre como consecuencia de una nueva unión originada en el fallecimiento de uno de los cónyuges, esta designación también abarca el vínculo que se crea entre un cónyuge y los hijos del otro, tras un divorcio o una separación de hecho.
En nuestro país y en la actualidad, no existen estadísticas sobre el numero de familias ensambladas, pues la manera de organizar los censos de población y las encuestas de hogares no permiten detectarlas, pero “del aumento en el número de divorcios se infiere el crecimiento de las segundas o ulteriores nupcias o uniones de hecho” [12].
Terminar una relación de pareja, porque ya no existe la “affectio maritalis” que se requiere para continuar la vida en común, o por la muerte de alguno de los integrantes de la pareja; comenzar una nueva, en la que los hijos constituyen parte del inventario de los años de la convivencia, y convertirse nuevamente en padre o madre del fruto de esta nueva relación, no parece ser un invento del siglo XX.
A lo largo de los siglos, muchos matrimonios o relaciones de hecho habrán terminado porque la convivencia se habrá hecho intolerable o porque la muerte se habrá interpuesto entre sus integrantes. Y muchas veces también, habrán deambulado entre la nueva pareja, los hijos de matrimonios o uniones de hecho de uno o ambos cónyuges y los que eran producto de la pareja recién conformada, dando origen a la que ha sido denominada “familia ensamblada”. Sin embargo, no obstante el hecho de que la legislación no acusara recibo de la palabra “familia ensamblada”, este tipo de unión necesariamente se debe haber presentado a lo largo de la Historia y de los distintos ámbitos geográficos.

4.- LA FAMILIA COMO OBJETO DE ESTUDIO DE LA HISTORIA DEL DERECHO.

Ubicar a la familia como uno de los objetos de estudio de la Historia, y más específicamente desde la perspectiva histórico-jurídica, es producto de una evolución que se inició cuando el historiador comenzó a ampliar su campo de estudio y a penetrar en el “difuso limite entre lo público y lo privado” [13].
Es que según Pilar Gonzalbo, “el historiador de hoy no se limita a estudiar lo que consideramos vida pública, que ha sido durante largo tiempo el objeto de la historia”, sino que se siente obligado a penetrar en el ámbito mas íntimo de la familia. Este nuevo enfoque parte del supuesto de que “la participación de los individuos en la vida comunitaria se realiza a través de la familia, como institución mediadora” y que “no hay duda de que el conocimiento de las relaciones de parentesco contribuye a la mejor comprensión de los sistemas de valores de las sociedades en que se generan y mantienen” [14].
Y por esto, “…una historia que deje de lado la vida privada, doméstica y familiar, está condenada a ignorar la realidad vital de casi todos los seres humanos durante casi toda su vida. El ámbito de los afectos, de los prejuicios y de los actos rutinarios o tradicionales, no es cuantificable, pero puede llegar a ser aprehensible si disponemos de los documentos adecuados y les hacemos las preguntas pertinentes” [15].
Es en ese espacio de la familia donde “pueden localizarse las primeras fisuras de viejas normas o los más firmes bastiones de antiguas tradiciones” [16], permitiendo de esta manera el contraste entre el derecho y la realidad. Tal como lo sostiene Silvia Arrom, “las leyes mismas no pueden decirnos si eran obedecidas o aplicadas” [17].
Y en este ubicar a la familia en el centro de la atención del historiador, el análisis se enriquece “cuanto mayor diversidad de elementos nos proporcione para conocer las circunstancias temporales, los modos de vida y los problemas que enfrentaban los individuos en el acontecer cotidiano” [18].

5.- LA ELECCIÓN DE LAS FUENTES.

Peter Laslett ha señalado la falta de interés en el estudio de la historia de la familia, atribuyendo esta preterición a “la escasez de evidencias y la dificultad para tratar con aquello que es sabido que existe” [19].
Las fuentes más valiosas para el estudio de la familia durante el periodo elegido, están constituidas por el ordenamiento jurídico, las obras de los moralistas y de la doctrina de la época, las memorias personales, los libros de viajeros, los censos y padrones, los registros parroquiales, los protocolos notariales, los expedientes judiciales, las obras literarias, los informes de funcionarios, etc.
De la forma en la que el historiador interrogue al documento, depende el aprovechamiento que el investigador le dará a la fuente.
Las obras de los moralistas, por ejemplo, constituyen un elemento importantísimo, ya que al decir de Víctor Tau Anzoategui, “en una época y en una sociedad en la que la religión ocupaba un lugar preponderante en la vida del cristiano, el moralista cumplía una importante función social al ir directamente a la conciencia individual, y en consecuencia, los planteos jurídicos habituales en muchos de ellos, perseguían una orientación práctica para la vida del cristiano” [20].
Sin embargo, este material ha sido objetado ya que “la confrontación de textos de teología moral, publicados en el viejo o en el nuevo mundo, nos produce la inquietud propia de los que pretende ser intermporal y absoluto: probablemente porque el historiador busca los cambios, mientras que el teólogo se aferra a las permanencias” [21].
Los misioneros del siglo XVI también contribuyeron a dejar su testimonio acerca de la sociedad que “veían desmoronarse ante sus ojos y dejaron constancia de lo que presenciaron por sí mismos o escucharon de sus alumnos indios” [22].
Los distintos tipos de fuentes tienen sus detractores y sus defensores. Así, según Robert Rowland, “en el caso de una historia de la familia las fuentes de tipo convencional, como los diarios o los libros de memorias, son bastante limitativas permitiendo solamente el estudio de la familia en contextos sociales restringidos y no siempre representativos, o abordando un análisis de las representaciones de la familia más que de las realidades sociales que le servían de referente y soporte” [23].
Por su parte, las novelas y las descripciones de viajeros son también valiosas, pero tienen sus deficiencias. Las primeras están contaminadas por el deseo del autor de atrapar la atención del lector, en cuyo caso en muchas oportunidades dejará volar su imaginación, apartándose de la realidad. Las segundas, porque constituyen el testimonio de testigos circunstanciales, que no siempre eran conocedores de las circunstancias subyacentes en las imágenes que les tocaba describir.

6.- LAS FUENTES JUDICIALES.

Las limitaciones de las fuentes señaladas precedentemente se compensan con el acceso a las fuentes judiciales. Éstas consisten en expedientes y registros notariales y judiciales, las que “como fuentes oficiales, no filtradas por la mente de escritores con intención de regular, entretener o instruir”, en algunos aspectos documentan con más exactitud las actividades cotidianas de la familia, en nuestros caso. Sin embargo, “lo hacen en forma irregular” ya que nunca sabemos a cuántas familias omiten, y “nunca nos dicen lo suficiente sobre las que incluyen” [24].
En el mismo sentido, Laslett sostuvo que para “escuchar” aún indirectamente a sus personajes, el historiador debe dirigirse a este otro tipo de fuentes, como los protocolos notariales y los procesos judiciales, que “registran los comportamientos de individuos susceptibles de identificación con base en los registros parroquiales” y debe “buscar en el conjunto de transacciones e interacciones conocidas de los miembros de un agregado domestico-y por consiguiente, en lo que podrán ser sus funciones-una explicación posible para la composición del mismo” [25].
Es que cada tipo de documento ofrece perspectivas diferentes y a veces contradictorias acerca del objeto de estudio del historiador: las leyes, por ejemplo, pueden decirnos mucho sobre la estructura asignada por el ordenamiento jurídico a la familia, al tiempo que expresan ideas sobre lo que el sistema consideraba apropiado para la familia concebida por la sociedad de la época. Como las normas se dictaban para regular situaciones existentes, están más cerca de describir la efectiva aplicación de las mismas, que los escritos didácticos que mostraban cómo deseaban los moralistas o los predicadores que fuera su sociedad.
Sin embargo, las leyes por sí mismas no pueden decirnos si eran obedecidas o aplicadas y además, en el caso concreto del Río de la Plata durante los siglos XVIII y XIX, la mayoría de las leyes databan de siglos atrás y podían reflejar puntos de vista anticuados. Por otro lado, habían sido dictadas en principio para la Corona de Castilla, y se esperaba que fueran aplicadas a realidades geográficas completamente diversas. Por ello, “los comentarios legales y las propuestas de modificaciones hacen mucho por rectificar esa desventaja”, porque demuestran cómo veían sus leyes los destinatarios y además cómo creían que las interpretaban los jueces en la mayoría de los casos. Sin embargo, conforme Arrom, “ese material no necesariamente muestra cómo actuaban efectivamente las personas” [26].
Según Pilar Gonzalbo, el expediente judicial es “un excelente ejemplo de cómo a partir de un sólo tipo de fuentes, puede llegar a construirse un planteamiento sólido acerca de formas peculiares de convivencia familiar”; y ejemplifica “ la forma en que se instruían los procesos, la participación de los miembros de distintos sectores de la vida colonial, la organización de los expedientes y su cuidadosa conservación, permiten descubrir, en cada caso, el discurso religioso, los prejuicios e intereses personales de los testigos y denunciantes y el punto de vista del propio acusado, cuyo relato autobiográfico es un testimonio de valor inapreciable”.
Finalmente, “las sentencias del tribunal, no son expresión objetiva de una ley aplicada implacablemente, sino muestra de la forma en que el medio ambiente pesaba a veces tanto como la doctrina y las influencias se interponían entre los infractores y la ley” [27].
Puede parecer paradójico, según Richard Boyer, tratar de aprender algo sobre el matrimonio, tomando como objeto de estudio los matrimonios problemáticos. Sin embargo, en realidad, el litigio es el catalizador que nos mueve a ordenar nuestros pensamientos hacia la mayoría de las cuestiones. Porque mientras las normas y la realidad coincidan -aunque sea en apariencia-, el investigador no se sentirá inclinado a cambiar su curso de análisis: el hecho de tomar consciencia de la disparidad entre el derecho y las circunstancias, es lo que lo mueve a actuar [28].
Sólo a través de los reclamos planteados por marido y mujer o por padres, padrastros e hijos, se puede acceder al conocimiento de qué es lo que los integrantes de la familia se demandaban entre ellos. Sólo desde la postura litigante es que la norma se activa y comienza a ser exigida, demostrando su adaptación o desacuerdo con la realidad diaria. Sólo cuando un marido o un hijo se dirige ante el juez para expresarle su disconformidad con los términos en que está trabada una relación familiar, se puede acusar recibo del sistema de derechos y deberes familiares subyacente.
Y es que las familias que no presentan conflictos, aquellas que se desenvuelven sin quedar registradas en los estrados judiciales, no aportan los elementos necesarios para el historiador del derecho. Es el conflicto el disparador que mueve al investigador a comenzar el análisis de cuán ajustado estaba un ordenamiento jurídico, dictado con muchos siglos de anticipación y para el otro lado del océano, a las nuevas circunstancias.
En consecuencia, estos documentos que se ocupan de la conducta anormal y delictiva debieran arrojar luz acerca de lo que el derecho castellano y la práctica indiana consideraban aceptable.
Las actas de litigios entre marido y mujer, por ejemplo muestran “cómo se aplicaban en la práctica las leyes y ofrecen visiones íntimas de la vida familiar” y “de esos documentos, los procesos de divorcio eclesiástico son especialmente útiles para el estudio de las relaciones maritales” y ellos “ilustran valores sociales y puntos de tensión más que patrones de comportamiento, porque no hay manera de saber hasta qué punto son representativas las parejas implicadas” [29].
Este tipo de pleitos nos dan otras perspectivas acerca de la familia, al proporcionar las definiciones de los maridos y de las esposas acerca del lugar que debían ocupar las mujeres, las causas de los conflictos conyugales y las respuestas del estado y la iglesia a las dificultades matrimoniales.
Constituyen una fuente extraordinariamente rica para el estudio de la vida doméstica, pues están “llenos de detalles íntimos de la vida familiar” y “son de los pocos documentos históricos que expresan tanto las actitudes femeninas como las masculinas, tanto de los pobres como de los ricos, tanto de litigantes y testigos como de abogados y jueces” [30].
Actores y demandados se esforzaban por aparecer como maridos, esposas o hijos ejemplares, expresando con estas argumentaciones las normas sociales sobre cuál era la conducta esperable entre los miembros de la familia.

7- LOS EXPEDIENTES JUDICIALES EN EL CASO DE LA FAMILIA ENSAMBLADA. LAS DIFICULTADES PARA REGISTRARLA.

Sin embargo, y tal como lo desarrollaremos mas adelante, unidos los cónyuges por el matrimonio, no podían separarse sin el juicio de los tribunales eclesiásticos y consecuentemente, no podían dirimir sus diferencias relativas al régimen patrimonial del matrimonio ante los tribunales civiles si no habían entablado previamente el divorcio religioso. Por lo tanto, y excluyendo alguna referencia incidental a algún matrimonio previo de alguno de los cónyuges o alguna alusión circunstancial a la presencia de algún hijo de otra relación, los expedientes judiciales arrojan poca luz acerca de la familia ensamblada.
Mas allá de la existencia de algún tipo de pleito entre individuos que habrán constituido una familia ensamblada, o ante la demanda que alguno de sus integrantes habrá querido entablar contra quien hasta hacía no mucho tiempo había sido su padrastro, madrastra o hijastro, nos topamos con la dificultad que existe para el investigador, de poder inferir, a través de las carátulas de los expedientes, si los actores o los demandados integraban este tipo de familias. Es que, a pesar del casuismo de las carátulas, no aparece o no puede deducirse de ellas si el actor reclamaba a su padrastro, madrastra, hijastro o viceversa. Sin embargo, a través de los pleitos judiciales, se puede concluir que detrás de algunas separaciones de hecho anteriores, simultáneas o posteriores al divorcio eclesiástico y su correlato, el divorcio civil, es factible hallar una familia ensamblada.
Esta falta de registro en los expedientes judiciales de la familia ensamblada, nos ha llevado a rescatar de este tipo de fuentes todos los elementos posibles, y a tratar de sistematizar los deberes y derechos emergentes de este tipo de estructura, a través de las referencias incidentales de la legislación de la época y del tratamiento concedido al tema por la doctrina de los autores, cuando ésta se ocupaban del matrimonio, del divorcio, de las segundas nupcias y de las distintas categorías de hijos extramatrimoniales, entre otros temas.
En este orden de ideas, nos referiremos a la regulación jurídica del matrimonio, al divorcio, a la barraganía, a la viudez, a los efectos jurídicos de la familia ensamblada y a la familia ensamblada a través de la praxis juidicial.

8.- REGULACIÓN JURÍDICA DEL MATRIMONIO [31].

El ordenamiento jurídico que regía en el Río de la Plata en el periodo 1785-1812 estaba constituído por las normas que la Corona castellana había dictado y sobre las que había descansado el descubrimiento y la conquista de las Indias. Y este derecho era aplicable atento a que las tierras recién descubiertas habían sido concedidas, documentos pontificios mediante, a los Reyes Católicos y a sus descendientes en el trono de Castilla.
A este cuerpo legal se sumaban todas aquellas normas emanadas de la península ibérica por los órganos con facultades para dictarlas y que estaban destinadas a América, y aquellas provenientes de las autoridades residentes en Indias con competencia para legislar, todo lo que constituía el derecho indiano.
En consecuencia, la regulación jurídica del matrimonio se estructuró alrededor del derecho castellano, integrado por dos tipos de fuentes: el derecho canónico y el derecho secular.
El fundamento de la competencia religiosa en materia de cuestiones matrimoniales, tuvo su origen en el reconocimiento que en el siglo X el Imperio Romano hizo de la jurisdicción eclesiástica y en la aceptación del emperador de Oriente, León el filosofo, de la exclusiva competencia eclesiástica en asuntos matrimoniales [32].
A esto se sumaba la circunstancia de que durante al Reconquista española (siglos VIII a XV) el cristianismo había sido el factor aglutinante entre los distintos reinos españoles, tan diversos entre sí.
La expulsión de las minorías-judios y moros-en los siglos XV, XVI y principios del XVII-, fue un intento de alcanzar la unidad política a través de la homogeneidad religiosa. De ahí el papel fundamental que tuvo la Iglesia en tiempos de los Reyes Católicos y de los Habsburgo, en los que “la ortodoxia católica y la lealtad a la Corona eran una y la misma cosa” [33].
De jurisdicción eclesiástica eran las disposiciones sobre el matrimonio, relaciones personales-y a veces patrimoniales-entre los cónyuges, esponsales, segundas nupcias, filiación, parentesco, alimentos y toda cuestión en la que por razón de pecado, estuviera afectado el bien de las almas [34].
Esta jurisdicción tan amplia, se vería recortada, cuando en el siglo XVIII los Borbones limitaron la competencia religiosa en las cuestiones patrimoniales derivadas del matrimonio.
Las principales fuentes canónicas eran las Decretales del papa Gregorio IX y los cánones pertinentes del Concilio de Trento (1545-1563).
Las fuentes seculares eran el Fuero Juzgo, el Fuero Real (siglo XIII), las Partidas, (siglo XIII) el Ordenamiento Real u Ordenamiento de Alcalá (1348), las Ordenanzas Reales de Castilla u Ordenamiento de Montalvo (1484) las Leyes de Toro (1505), la Nueva Recopilación de las Leyes de España (1567) y la Pragmática sobre el matrimonio de los hijos de familia de 1776.
De este abanico de normas, dictadas a lo largo de cinco siglos podemos reconstruir un perfil del grupo familiar delineado alrededor de un núcleo configurado básicamente por el grupo doméstico, es decir, el matrimonio y sus hijos; de la monogamia y de la indisolubilidad del vinculo y de una figura marital y paterna jurídicamente superior .
Al incorporarse políticamente las Indias a la Corona de Castilla, no se intentó una estructuración jurídica nueva de las tierras recién descubiertas: Las Indias eran territorio castellano y sus habitantes, vasallos, al igual que los peninsulares de la Corona de Castilla.
Sólo cuando exigencias ineludibles de una realidad nueva y distinta impusieron un quebrantamiento de esta ficción jurídica, reclamando una regulación especial, se dictaron nuevas normas para resolver las dificultades del momento. En lo demás, se acudió al derecho castellano, declarado vigente, con carácter supletorio.
En consecuencia, fueron relativamente escasas las normas de derecho indiano que se refirieran a materias de derecho privado, es decir que en principio se aplicaron los ordenamientos jurídicos señalados precedentemente, a los que se sumaron una serie de normas dictadas para contemplar las diferencias geográficas y coyunturales.
En este sentido, mencionaremos la Recopilación de Leyes de Indias de 1680, que trató básicamente del problema de la unidad de domicilio conyugal, así como algunas disposiciones que se ocuparon del tema del fomento de los matrimonios, de las incompatibilidades para contraerlo para aquellos que ocuparan determinados cargos públicos y del matrimonio de los indígenas.

8.1.- EL DEBER DE CONVIVENCIA.

Uno de los derechos que tenía el marido era el de fijar el lugar físico sobre el que se iba a asentar el hogar conyugal. Consecuencia de la sujeción de la mujer a su cónyuge, las Ordenanzas de Montalvo disponían que la mujer no podía, ni debía morar “sino do aquel mandare” [35].
Marido y mujer estaban obligados a cohabitar, porque ello conducía a la unión perfecta del amor y a que se engendrara una “amistad intensísima entre ambos” [36] y “porque por este camino se crían mejor los hijos” [37].
La cuestión se complicaba cuando el marido decidía cambiar el lugar donde ya estaba asentado el hogar conyugal. En ese caso, la mayoría de los teólogos morales y tratadistas, como Villalobos, Torrecilla y Elizondo, sostenía que la mujer estaba obligada a aceptar la sustitución.
Sin embargo, un siglo después de la citada norma de las Ordenanzas de Montalvo, aparecía una realidad distinta: el descubrimiento de América y la partida de hombres hacia el Nuevo Mundo. En consecuencia, la Corona se ocupó especialmente de insistir en la obligación de los casados de llevar a sus mujeres, interesada en poblar el nuevo continente con conquistadores que fueran “vecinos”, es decir que tuvieran casa poblada y fueran padres de familia, y preocupada ante el inconveniente de tener que hacerse cargo del sustento de las mujeres abandonadas por quienes se aventuraran a las Indias.
En relación a esta ultima cuestión, Juan de Matienzo, según Antonio Dougnac, “un especialista en temas de familia” [38], refería que muchos hombres casados en España, se amancebaban en las Indias, dejando padecer en la península a sus mujeres e hijos [39].
A este nuevo “status social”, “el casado ausente”, la Recopilación de Leyes de Indias de 1680 le dedicó todo el título tercero del libro séptimo: “De los casados y desposados en España e Indias que están ausentes de sus mujeres y esposas”, sentando en la primera ley el principio general de que los casados pasaran a América con sus mujeres y que los que así no lo hicieran, fueran remitidos de vuelta con sus bienes, “a hacer vida con sus mujeres”. En consecuencia, las mujeres casadas “sólo podían pasar a Indias acompañadas de sus maridos o haciendo constar que ellos estaban ya allí y que ellas iban a buscarles para reanudar su interrumpida vida matrimonial” [40].
El hecho de que aún en 1680, es decir, casi doscientos años después del descubrimiento de América, la Corona tuviera que insistir en el tema de la obligación de convivir de aquellos que se habían trasladado al Nuevo Mundo, revela que aquella norma de Montalvo no debía ser lo suficientemente observada en la realidad y que muchos casados que pasaban a las Indias o los que naturales de ellas que se dirigían a la península, se entretenían largos años lejos de sus mujeres, descuidando la obligación de convivir a la que se habían sujetado al contraer matrimonio.
Sin embargo, estas disposiciones legales que impedían el pase de hombres y mujeres a Indias sin llevar a sus cónyuges y que revelaban el afán de la Corona en defender a toda costa la unidad de domicilio conyugal, fueron limitativas de la familia ensamblada, evitando su surgimiento y perpetuación, e imponiendo la vuelta a la familia legítimamente constituida.
E imposibilitados los cónyuges de separarse por decisión propia-las normas canónicas, como lo veremos, impedían las separaciones voluntarias-, el viaje de España a Indias y viceversa, debe haber significado para algunos, sustraerse a un matrimonio celebrado contra los deseos de sus integrantes, mal avenido o deteriorado por la vida en común.
La separación voluntaria e injustificada se consideraba pecado publico, y así, todo aquel que tuviera conocimiento de una transgresión de esta naturaleza, debía denunciarla.
La praxis judicial nos demuestra que fueron frecuentes las solicitudes de las esposas reclamando la vuelta al hogar conyugal de los maridos ausentes [41] y que en la mayoría de los casos los pleitos perseguían el cumplimiento del derecho-deber alimentario, la cesación de las relaciones extramatrimoniales y la separación de bienes.

9.- EL DIVORCIO.[42]
9.1.- Regulación jurídica.
A esta altura de nuestro análisis, se impone la consideración del divorcio, para poder detectar a través de los efectos jurídicos de esta institución, las posibilidades y las limitaciones del surgimiento de una familia ensamblada.
El divorcio fue denominado por las Partidas “departimento” y definido como separación del marido y de la mujer por justo impedimento probado en juicio [43].
Pérez y López afirmaba que “entre nosotros quando el matrimonio ha sido válido y legítimamente contraído, no puede disolverse tan absolutamente, que los cónyuges pasen a contraer otro; así pues, en los casos en que el divorcio es permitido, es solo quod thorum o quod cohabitationem, pero siempre quedan unidos con el vinculo indisoluble y conyugal” [44].
El matrimonio podía disolverse de dos maneras: o por lo relativo al vínculo conyugal -divortium ad vinculum- en el que se declaraba la inexistencia del mismo, siendo posible en ese caso contraer nuevas nupcias; o en lo que se refería a la separación de cuerpos y de techo, cuando por causales probadas y establecidas, podían los cónyuges-con total y absoluta subsistencia del vínculo, marchar por distintas direcciones- “quod thorum et mensam”.
La disolución del vínculo y la consiguiente posibilidad de contraer nuevas nupcias, en cuyo caso podríamos encontrarnos con una familia ensamblada, se daba sólo en ciertos y determinados supuestos, muy difíciles de hallarse en la práctica.
El divorcio que tenía lugar con más frecuencia era el que sólo traía aparejada la separación física de los cónyuges, y como consecuencia del cual éstos no podían contraer nuevas nupcias, quedando subsistente la obligación de fidelidad.
Las Partidas exigían que la sentencia de divorcio fuera pronunciada “por los arzobispos o por los obispos” y eso “porque el pleyto de departir el matrimonio es muy grande et muy peligroso de librar” [45].
Desde la doctrina, Gregorio López y Febrero insistían en que la separación de los cónyuges fuera legítima, es decir, mediante justa causa deducida y probada en juicio, ya que no podía un cónyuge separarse del otro sin autorización de la Iglesia [46].
Entablado el juicio de divorcio ante la Curia, debían cumplirse ciertas disposiciones preliminares, tales como la separación de los cónyuges y el depósito de la mujer. El juez eclesiástico ordenaba poner a la mujer en lugar seguro, generalmente la casa de alguna persona honesta, donde debía vivir hasta que finalizara la causa y se decidiera acerca de su morada definitiva, según cuál había sido el resultado del pleito.
El objeto del depósito obedecía a dos circunstancias. En primer lugar, atender a la seguridad física de la mujer, ya que se le prohibía al marido inquietarla en su reclusión, bajo pena de excomunión. Y la segunda, reposaba en la desconfianza general que inspiraba la mujer sola, lejos del marido.
Sin embargo, “el depósito era en buena medida un sustituto del control del marido sobre la esposa, y era por eso que no había mecanismo equivalente para la supervisión de los varones” [47].
Una vez depositada la mujer, el marido tenía además el derecho de pedir al provisor que prohibiera a la esposa ver a las personas que no merecieran su confianza, desde presuntos enamorados hasta familiares afligidos, con lo que en realidad, “la mujer podía quedar prácticamente incomunicada a pedido del marido” [48].
De cualquier manera, la legislación autorizaba el divorcio, con o sin disolución del vínculo, en ciertos y determinados supuestos, como en caso de entrada en religión de uno de los cónyuges, o por adulterio espiritual, que se configuraba cuando uno de los cónyuges se volvía hereje, moro o judío, y por el adulterio de la mujer. En este ultimo supuesto, probado el pecado, se concedía un divorcio sin disolución del vínculo, y en los dos primeros, se habilitaba al otro integrante de la pareja a contraer nuevas nupcias [49].
Estamos en presencia de una mentalidad social y jurídica que entendía que la permanencia de la unión conyugal era fundamental para el bienestar de la sociedad, por lo que la Iglesia sólo concedía el divorcio en las circunstancias más graves, para “evitar mayores males” y salvar a los cónyuges de la condenación eterna.
En los casos de separación de cuerpo y lecho, el vínculo permanecía intacto pero los cónyuges podían separarse en forma temporal o perpetua, según la gravedad de las causas.
La separación temporal se concedía con la esperanza de que con el transcurso del tiempo, el cónyuge culpable se enmendara y de esta manera ambos pudieran volver a cohabitar pacíficamente.
La persona divorciada no estaba en libertad de volver a casarse mientras el cónyuge viviera.
Se esperaba que los cónyuges “mantuvieran una conducta enteramente cristiana, de continencia y abstinencia” durante la separación, y se instaba a las parejas a prepararse para su eventual reconciliación, con la esperanza de que “con el transcurso del tiempo se borren las impresiones que ahora influyen en los ánimos de los consortes”, y que éstos “reflexionando cristianamente sobre los vínculos que los ligan y sobre el bien de sus hijos, se reunirán en su matrimonio” [50].
En cambio, la separación perpetua se decretaba cuando de las pruebas surgiera que no había esperanza de enmienda.

9.1.1.- ADULTERIO, MALOS TRATOS Y SEVICIA.
Los cónyuges podían solicitar el divorcio si alguno de ellos estaba en condiciones de acreditar el adulterio, los malos tratos o la sevicia.
El primer supuesto se daba cuando uno de los cónyuges violaba los votos matrimoniales cometiendo adulterio o, en el caso del marido, abandonaba a su esposa y dejaba de proveer a las necesidades de ella durante varios años. En opinión de Silvia Arrom, sólo el adulterio podía justificar un divorcio perpetuo porque “rompía absolutamente las promesas de la pareja” [51].
El adulterio era todo acto consumado de lujuria, que violara la fidelidad conyugal, y constituía causa suficiente de divorcio perpetuo.
Sin embargo, el divorcio no se concedía si los dos cónyuges eran culpables; y si ambos eran culpables de un delito como el adulterio, perdían hasta el derecho de acusarse recíprocamente, “por lo tanto, la opción del divorcio eclesiástico no existía cuando ambos esposos actuaban mal, y ciertamente tampoco cuando ambos actuaban en forma respetable” [52].
Los malos tratos y la sevicia eran justa causa de separación cuando el marido, en ejercicio de su derecho de corrección domestica y marital, se excedía en los límites de la moderación.
En este supuesto, se decretaba un divorcio temporal, que implicaba para ambos cónyuges un “compás de espera” con el objeto de constatar luego, con el transcurso del tiempo, si cesaba la sevicia y los cónyuges podían volver a cohabitar armoniosamente. En estos casos, el provisor o juez eclesiástico “hacía todo lo posible por reconciliar a la pareja”, exhortándolos desde el estrado y en entrevistas privadas a recordar los “honorables fines del matrimonio”, sus “piadosos deberes” hacia los hijos y las convenciones sociales [53].

9.2.- LA UTILIDAD DEL DIVORCIO.
Según Arrom, el divorcio eclesiástico era útil sobre todo para los que buscaban protección contra un cónyuge peligroso o separación de un cónyuge delincuente, pero “nunca se propuso ser un remedio para conflictos conyugales” [54].
Si bien no era la solución a todos los problemas de la pareja, era la única forma de separación legal existente en la época [55].
La constancia de la iniciación del pleito de divorcio ante los tribunales eclesiásticos, servía para que la mujer pudiera demandar por malos tratamientos ante los tribunales civiles, o exigir del marido el cumplimiento de su deber alimentario.
En suma, “es probable que la mayoría de las parejas haya obtenido del litigio lo que esperaba”, es decir, tener una excusa para vivir separados, aunque fuera mientras duraba el pleito de divorcio, “pues parecería que los que desistieron del juicio siguieron separados informalmente” y “rara vez se encuentra información posterior sobre las parejas que desistieron del juicio”. Asimismo, “tampoco existen indicios de que los jueces eclesiásticos hubieran empleado su autoridad para pedir la reunión y cohabitación” de los cónyuges, ni tampoco de que hubieran “tratado de determinar si marido y esposa continuaban viviendo separados” [56].

9.3.- LA CONDENA SOCIAL Y JURÍDICA DEL DIVORCIO.
Teólogos morales y tratadistas del derecho coincidían en condenar el divorcio, poniendo el acento en los perjuicios que de esta separación se irrogaría a los hijos. Así se expresaban Antonio Arbiol, Elizondo y Febrero [57].
Las posibilidades de continuar la convivencia al lado de aquel o aquella a quien ya no se amaba o con quien vivir se había tornado insoportable, en muchos casos dependía de la condición social del matrimonio. Así, la opción de simplemente abandonar un matrimonio desdichado estaba al alcance principalmente de las clases más bajas, ya que si bien ocasionalmente mujeres de buena posición abandonaban el hogar conyugal cuando el matrimonio era intolerable, las convenciones sociales presionaban a las parejas de la clase media y especialmente de la clase alta para que siguieran viviendo juntas, conservando las apariencias. En las clases altas, la preocupación por el honor y las apariencias hacía que el matrimonio fuera más permanente y limitante, aunque menos frecuente.
Eran las mujeres de clase baja quienes así como tenían más probabilidades que las otras de casarse o de entrar en uniones consensuales, también tenían mayor libertad para abandonar las relaciones infelices [58].
Las partes en los pleitos judiciales condenaban la separación de los cónyuges por su propia voluntad, sosteniendo que hasta que la autoridad eclesiástica no determinara en el competente juicio la separación del matrimonio, “los disgustos domésticos serán una cruz de nuestro estado, pero no un motivo legítimo para el abandono de nuestros deberes”; y que el lazo con el que la Iglesia había unido a ambos era indisoluble y “tan terrible” que “no es dado poder a los hombres para desatarlo” y que no era regular ni conforme a derecho que se dividiera el matrimonio por voluntad de uno de los cónyuges” [59].
Acerca del divorcio, afirmaban que la separación traía funestas consecuencias, que los matrimonios separados suscitaban escándalo, que el divorcio provocaba el peligro de incontinencia en el marido y “un desorden en la libertad de la mujer”, que ocasionaba dobles gastos, etc. [60].
De los pleitos judiciales pareciera que sólo se pedía el divorcio cuando el matrimonio era insufrible y muchos litigantes daban cuenta de que se habían resistido inicialmente a dar ese paso “por guardar las apariencias”, para “proteger el honor de la familia” y “para no dar escándalo a mis infelices hijos” [61].

10.- LA SEPARACIÓN DE HECHO.
A pesar del rechazo legal a la separación de hecho, “la pasividad del tribunal eclesiástico significaba que en la práctica había una alternativa para las parejas infelices en el matrimonio: simplemente se separaban sin solicitar el divorcio” [62].
Tal como lo afirma Daisy Ripodas Ardanaz, aquellos divorcios que no concluían, eran un termino medio entre la separación de hecho y la de derecho, y se encuadraban en los iniciados sólo con el propósito de tener una excusa para vivir separados [63].
En el México colonial, según Silvia Arrom, “aproximadamente la cuarta parte de los procesos fueron abandonados inmediatamente después de presentada la demanda inicial y obtenido el certificado”, con el que podían pedir la custodia de los hijos y alimentos en un tribunal civil [64].
Hay expedientes judiciales que reflejan largas separaciones de hecho, como el caso citado por la autora mencionada precedentemente, en el que una de las parejas que solicitaron la anulación de su matrimonio había estado separada treinta y un años, durante los cuales ambos cónyuges habían entrado en uniones consensuales con otras personas [65].
Entre nosotros, Silvia Mallo da cuenta de esta modalidad que aparece frecuentemente en la documentación y es la de aquellos maridos y aún de alguna mujer, que “simplemente se separan sin recurrir a ningún tribunal, poniendo distancia en el espacio y en el tiempo” y a partir de la que encuentra mujeres que por más de diez o veinte años no han tenido noticias de sus maridos [66].

11.- LA BARRAGANÍA Y EL AMANCEBAMIENTO.
11.1- SU REGULACIÓN JURÍDICA.
El matrimonio no fue la única forma de convivencia entre un hombre y una mujer admitida por el ordenamiento jurídico, así como tampoco fue el único recurso de que se valieron en la realidad quienes querían adoptar otra manera de amar.
Estas otras uniones de hombre y mujer eran la barraganía y el amancebamiento, denominadas genéricamente “concubinato”.
Las Partidas se ocuparon de la barraganía, al referirse a las otras mujeres que tienen los hombres, “que non son de bendiciones” [67] y dejaron expresamente establecido quiénes podían ser recibidas por barraganas y quiénes podían tenerlas. Así, la barragana podía ser libre, o bien “de vil linage” o “en vil lugar nacida, sea o no mala de su cuerpo” y también podía ser sierva. Recibía el nombre de la palabra “barra”, que en árabe quería decir “fuera” y de “gana” que quería decir “ganancia” [68]. Por eso los hijos de barraganas eran llamados “hijos de ganancia”.
El casado no podía tener barragana y además no se podía tener más de una. En consecuencia, la unión debía ser entre individuos que pudieran contraer rmatrimonio válidamente [69].
Febrero señalaba que las leyes “á la par que toleraron las uniones referidas, castigaron con toda severidad la incontinencia de los casados, especialmente en las mujeres que faltasen á la fidelidad conyugal, y establecieron leyes preventivas de la seducción en los solteros, y para en el caso en que esta se verificase, no establecieron penas tan desproporcionadas y desiguales como las que posteriormente se han sancionado” [70].
Un siglo después, Francisco Martínez Marina, diría que la generalidad con la que los fueros hablaban de las barraganas y las disposiciones políticas y leyes civiles acerca de la conservación, subsistencia y derechos de hijos y madres, probaba cuán universal era la costumbre de la barraganía, y que si bien por algunos fueros estaba prohibido a los legítimamente casados tener barraganas en público, “esta prohibición no se estendía á las de los solteros, á los cuales no era indecente ni indecoroso contraer y conservar descubiertamente semejante género de amistades”; y agregaba: “los legisladores dejaron de castigar el desorden por precaver mayores males, y toleraron esa licencia consultando al bien público, y teniendo presentes las ventajas de la población”. E insistía Martínez Marina: “a favor de la barraganía, según uso y costumbre antigua de España, está la unidad, la sanidad, la fecundidad, filiación conocida y segura educación de los hijos” [71].
Entre los tratadistas castellanos, Pérez y López definió el concubinato y señaló sus diferencias con el matrimonio. Para este autor, el concubinato era una unión de varón y hembra semejante al matrimonio, pero que difería con éste en cuanto a la falta de solemnidad y a la disolubilidad. Por lo demás, era efecto del amor y requería la cohabitación en una misma casa.
El ordenamiento jurídico castellano discriminaba las distintas uniones entre hombres y mujeres en función de sus respectivos estados civiles, y según se tratara de una relación entre solteros, casados o casados con solteros, establecía la pena aplicable.
Al respecto, Febrero había distinguido los siguientes casos: amancebamiento de hombre casado con mujer soltera, de casado con casada, de casada con soltero y de soltero con soltera.
En el primer caso “cualquiera que sea el estado ó condición social de éste, incurre en la pena del perdimiento del quinto de sus bienes hasta la cantidad de diez mil maravedís por cada vez que fuese hallado con ella, los cuales se han de depositar en poder de parientes de abono de la manceba, y en el caso de que ella se reduxca á vivir honestamente, y dentro del término de un año después de casada, no hubiese motivo para censurar su conducta se le entreguen al marido como bienes dotables; pero si continuase en su vida deshonesta, se aplicarán por terceras partes la una para penas de Cámara, la otra para el juez que sentencia, y la otra para el acusador, y si no lo hubiese, para obras piadosas” [72].
Febrero cuestionaba la justicia de esta pena “por razones fáciles de conocer”; y ejemplificaba: “en primer lugar es necesario tener presente que aunque el quinto de los bienes en que se condena al marido se entienda de los suyos propios aportados al matrimonio, y no de estos y del total de gananciales, de que se considera dueño al marido durante la vida conyugal, siempre redunda la pena en perjuicio inmediato de la mujer, á la que además del agravio que sufre, se la priva de la participación de la mitad de los frutos de estos bienes, ó acaso de lo necesario para sostener las cargas del matrimonio”.
En segundo lugar, según Febrero, “la mujer manceba que indudablemente también es criminal, recibe una especie de premio de su culpa, puesto que se la entrega una cantidad que lejos de castigarla por su incontinencia, pues aunque quiera suponerse que pueda haber seducción, esta idea no pasará de un supuesto la mayor parte de veces falso”. Esta dificultad se sobrellevaba porque “en la práctica se acostumbra á condenar al hombre que está amancebado con mujer soltera que no sea deshonesta ó ramera, á que la dote según su caudal y circunstancias, y á las veces también en penas correccionales”.
Cuando el amancebamiento fuera entre casado y casada, “como á esta no se la puede castigar porque comete adulterio, y este delito sólo puede acusarse por el marido, la pena se limitará al que con ella estuviese amancebado” [73].
La ley discriminaba según el sexo del casado, confiriendo un tratamiento diverso según que el casado fuera el hombre o la mujer.
Así, el adulterio del hombre sólo era punible por cuatro causas: si lo cometía con una mujer casada, con la nodriza de sus hijos mientras ella estaba en casa de su amo, o con una servidora doméstica mientras estaba en casa de su amo, o si el asunto era tan abierto que llegaba a crear un escándalo público [74].
En cambio, si la adúltera era la esposa, se la condenaba al destierro y a una pena pecuniaria, tomando en consideración que una esposa adúltera podía introducir en la familia un falso heredero y trastornar el orden de sucesión. Por ello, “la virtud sexual de una mujer desempeñaba un papel fundamental en el mantenimiento de la estructura de herencia y de clase” [75].
Acerca del amancebamiento de soltero con casada, la ley 2, del título 26 del libro 12 de la Novísima Recopilación, aunque no mencionaba especialmente si el mancebo debía ser casado o soltero, disponía que “cualquiera hombre que sacase de su casa á mujer ajena casada, y la tenga públicamente por manceba, siendo requerido por el alcalde ó por su marido para que la entregue y no lo quisiere hacer, deberá ser condenado en pena corporal de presidio ó destierro, y pérdida de la mitad de los bienes, lo mismo que debe hacerse cuando el hombre casado se separase de su mujer, y viviese con la manceba”.
Finalmente, el amancebamiento entre solteros no tenía pena expresa por la ley, y por consiguiente, según Febrero, “las justicias no tienen derecho á intervenir oficialmente en la formación de causas en semejantes casos, porque tal vez seria mas perjudicial” [76].
En consecuencia, la barraganía fue permitida para los solteros, y considerada concubinato, amancebamiento y adulterio entre casados y solteros.
El mismo Juan Sala, al referirse a los adulterios y demás delitos contra la castidad, se excusaba diciendo que “1a necesidad de que esta Ilustración salga debidamente completa, nos precisa a vencer el rubor de tratar el asunto de este título”, -el adulterio- y pasaba a definirlo, conforme la ley 1, titulo 17, Partida 7: “yerro que ome face a sabiendas yaciendo con mujer casada o desposada con otro” [77].
Pérez y López afirmaba “últimamente, el Concilio de Trento manda que, si amonestados tres veces los concubinarios, así casados como solteros, de cualquier estado, condición ó dignidad que sea, no echan á las concubinas, y dexan de comerciar con ellas, sean excomulgados, y que no se les absuelva hasta que hayan obedecido: y que las mugeres igualmente, así las casadas como solteras, que viven públicamente en adulterio ó en concubinato público, si advertidas otras tres veces no se separan de su estado deshonesto, se castiguen rigorosamente por el Ordinario, desterrándolas del lugar y aun de la Diócesis, recurriendo para ello al brazo secular” [78].
Elizondo también se ocupó de la pena de los amancebados, sosteniendo que se los castigaba “por una Ley especial del Reyno (ley 1, tít. 19, lib. 8, Recop.), acerca de la qual hablan exprofeso nuestros Escritores; y aunque por otra Ley se impone determinada pena á las mugeres rameras, hoy se meten en la Galera por cierto tiempo, ó in perpetuum, conforme á el escándalo”. Sin embargo, Pérez y López,
citando la misma ley 1, tít. 19, lib. 8 afirmaba que “la que fuere hallada pública manceba de casado, por la primera vez pague un marco de plata, y se destierre por un año del pueblo donde vive y de su tierra, por la segunda pague el marco y se destierre por dos años, y por la tercera el marco y 100 azotes, y la destierren por un año”. Además, cualquiera la podía acusar y denunciar, y las justicias les debían hacer pagar “la dicha pena, y si no pierda los oficios ” [79].
Las leyes insistían en la necesidad del castigo de los amancebamientos y “otros pecados públicos” [80], pero advertían acerca de “tomar conocimiento de oficio en asuntos de disensiones domésticas interiores de padres e hijos, marido y muger…quando no haya queja ó grave escándalo, para no turbar el interior de las casas y familias, pues antes bien deben contribuir en quanto esté de su parte a la quietud y sosiego de ellos” [81].
En Indias también se recomendaba a los virreyes, arzobispos, obispos y prelados que aplicaran las penas espirituales y las seculares a fin de evitar los abusos y proceder al ejemplar castigo de los amancebamiento públicos [82].

11.2.- EL DERECHO Y LA REALIDAD. LOS PECADOS DE TODOS LOS DÍAS.
Sin embargo, “aunque el matrimonio era un sacramento de la Iglesia y fue la institución en que se basó la respetabilidad social, las uniones libres fueron muy frecuentes y, obviamente, resultado de relaciones sexuales establecidas a despecho de cánones religiosos y morales” [83].
Hay quienes sostienen que el adulterio fue bastante difícil, aunque no inconcebible, debido a la “constante supervisión sobre la esposa, en su conducta y persona, no sólo por el esposo sino por la familia, el vecindario y aún las autoridades eclesiásticas” [84] y entre los habitantes de los medios rurales del Río de la Plata, “las relaciones extramatrimoniales no parecen ser vistas como una alternativa preferible o equiparable al matrimonio”, ya que “la mayor parte de los hombres y mujeres estudiada habían contraído matrimonio antes de entrar en amistad ilícita, es decir, también ellos habían optado por la vida matrimonial para acceder a una vida en común” [85].
En definitiva, quienes incurrían en estos delitos, habían creído en el matrimonio cristiano y reincidían en una forma de convivencia que presentaba exteriormente los rasgos característicos de la institución.
Y así, “los padrones y libros parroquiales revelan la presencia de numerosos matrimonios, al parecer consolidados, y las actuaciones judiciales contra las amistades ilícitas ponen de manifiesto la existencia, en algunos sectores de la sociedad rural, de una mentalidad dispuesta a acatar, formalmente al menos, la condena de la Iglesia Católica contra toda heterodoxia sexual” [86].
Silvia Mallo sostiene que esta sociedad rioplatense de fines del siglo XVIII y principios del XIX “presenta como rasgos sobresalientes, por una parte, el matrimonio, controlado desde fines del siglo XVIII por el disenso, y por la otra, el concubinato, el adulterio y el rapto o robo de la mujer” [87].
Quienes se amancebaban eran individuos conscientes de los castigos a que se exponían como cristianos y de las penas pecuniarias y corporales a las que podrían quedar sometidos de trascender la relación en la que estaban envueltos, pero a quienes la realidad y la imposibilidad de transitar otros caminos los obligaba a mantenerse en esa situación.
Solange Alberro afirma que “el mal vivir y el amancebamiento pueden resultar maneras no sólo de sobrevivir económicamente, sino de lograr un estatus social inesperado al convertirse algunas mujeres en compañeras de hombres con quienes no era factible casarse, por pertenecer ellas a grupos étnicos considerados inferiores a los de ellos”. Y agrega que todas estas desviaciones como el amancebamiento y el mal vivir, “constituyen respuestas sugeridas por la necesidad de adaptación al medio; en su mayoría reflejan tensiones nacidas del orden colonial entre grupos étnicos, sectores sociales, y corresponden a tentativas para resolverlas en un nivel individual, empírico e inconsciente” [88].
La profusión de los amancebamientos constituye una respuesta de la sociedad de la época ante la imposibilidad de finalizar convivencias imposibles, por la sóla la voluntad de los propios cónyuges, y de la indisolubilidad del vinculo matrimonial, que impedía contraer nuevas nupcias.
Pero más allá de la condena social, legal y religiosa hacia este tipo de uniones, sus protagonistas trataron de constituir familias que se asemejaran a los modelos propuestos.
Sin embargo, estas segundas familias fueron siempre valoradas negativamente y relegadas a la marginalidad, y el disfavor con el que el ordenamiento las miraba se hacía ostensible al considerar como culpable del divorcio al cónyuge que había conformado una nueva familia, con todas las consecuencias que esta calificación implicaba para la tenencia de los hijos y el goce del derecho alimentario.
Es que, según Ward Stavig, además de usar de su poder para poner fin a las relaciones extramatrimoniales, la Iglesia imponía severas penalidades a aquellos que ignoraran la ley y formaran nuevas familias sin finalizar legalmente sus anteriores matrimonios [89].

11.3.- LAS UNIONES DE HECHO Y LAS RELACIONES EXTRAMATRIMONIALES A TRAVÉS DE LA PRAXIS JUDICIAL.
La praxis judicial nos revela la existencia de algunos pleitos en los que se persigue el castigo de la “ilícita amistad” y del amancebamiento. Esta circunstancia nos demuestra que por un lado, había quienes no ajustaban su conducta a las pautas impuestas por el ordenamiento jurídico, y por el otro, la presencia de quienes estaban dispuestos a exigir la coincidencia total entre la norma y el comportamiento individual.
Abundan las causas entabladas de oficio contra los amancebados, que aparecen caratuladas como “ilícita amistad”, “escándalo” o “amancebamiento”. Son pleitos en los que los demandados están unidos de hecho y en los que ambos son casados, ambos solteros o uno de ellos es soltero y el otro es casado.
La actitud de los tribunales variaba en cada caso.
El amancebamiento entre dos casados o entre un casado y un soltero era condenado [90].
Sin embargo, la cuestión presentaba distintos matices y era controvertida cuando el amancebamiento era entre solteros, o entre casados, o entre un casado y un soltero, cuando en estos dos últimos casos no habia escándalo o amancebamiento público y el marido no entablaba pleito por adulterio.
Cuando los amancebados eran solteros, a pesar de que el pleito podía ser iniciado de oficio, en un caso que compulsamos, promovido por la Real Audiencia, el fiscal Márquez de la Plata sostuvo que para el simple concubinato entre solteros las leyes no tenían establecida pena determinada, y que por esto “no concurriendo circunstancias o calidad agravantes, no se sigue causa penal contra los reos, y la práctica es en estos casos amonestarlos por la primera vez apercibiendoles se abstengan de comunicarse bajo el apercibimiento de que en el caso de reincidencia serán castigados con la pena del marco, y destierrro por el tiempo, y la instancia que se tenga por conbeniente”. El tribunal hizo suyos los argumentos del fiscal, ordenando poner a los reos en libertad “siempre que no haya escándalo” [91].
Pero no siempre se actuó con tanta indulgencia, y hubo casos en los que se obró con mucha severidad, ordenando el destierro del mancebo por cuatro años y el depósito de la mujer, decisión confirmada por la Real Audiencia, la que reemplazó el destierro por el presidio de dos años en Montevideo [92].
Si el amancebamiento era entre casados, o entre un casado y un soltero, pero no habia escándalo o amancebamiento público y el marido no entablaba pleito por adulterio, se invocaba la ley 2, título 19, libro 8 de la Recopilacion de Castilla, que establecia que el que debía acusar era el marido. En consecuencia, se ordenaba sobreseer a los acusados, haciéndoseles saber que si reincidían serían castigados con mayor severidad, condenándoselos al pago de multas. La mujer, sin embargo, no se liberaba de una corta estadía en la Casa de Ejercicios Espirituales, luego de la que debía volver a hacer “vida maridable” con su legítimo consorte [93].
Hubo casos en los que no solamente el marido no iniciaba demanda por adulterio, sino en los que ambos conyuges continuaban conviviendo. En estos supuestos también se dejaba en libertad a los acusados y se les imponían penas pecuniarias. Además, se ordenaba al supuesto amante a mantener distancia del lugar de residencia de su cómplice [94].
En otros, los cónyuges no solamente no convivían ni el marido habia entablado pleito contra la mujer, sino que inclusive el primero no demostraba ningun interés en recuperar a su esposa. Este mismo marido despreocupado, habría afirmado, segun los testigos, que “antes de juntarse a vivir nuevamente con ella le cortarían el pescuezo” [95].
Las justicias fueron bastante severas cuando ambos reos eran casados. En ocasiones, aún cuando el marido no hubiera acusado de adulterio, se aplicaba al cómplice de la casada la pena del destierro, del que de vuelta, debía reunirse nuevamente con su legítima muger, mientras que a la manceba se le apercibía del “recato y fidelidad a su marido con que debe vivir” [96].
La trascendencia pública de la relación era la vara que orientaba la conducta a seguir por las justicias durante la sustanciación de la causa y la que medía la aplicación de las penas. Por eso, el hecho de que el marido hubiera iniciado acción de adulterio, o las relaciones ilícitas que se desenvolvían a los ojos de toda la sociedad rioplatense de la época o el escándalo, influían en la actitud de quienes debian administrar justicia.
Y por ello ponían especial cuidado en preservar la intimidad de las desaveniencias en las relaciones conyugales y en guardar el buen nombre de sus protagonistas. En este sentido, se ordenaba tachar en el expediente el nombre de la mujer casada, archivar secretamente la causa y amonestar a los implicados para que evitaran la mala nota [97].
Las actitudes de las justicias cambiaban cuando la relación extramatrimonial se exteriorizaba, porque existía una gran preocupacion para que no trascendiera el mal ejemplo [98]. En estos casos se aplicaba la pena del destierro, finalizado el cual se ordenaba la reanudación de la vida conyugal, recomendándose a las partes a no dar motivo de escándalo, y a las justicias a estar a la mira de la conducta de los reos [99].
Una de las razones invocadas para desvirtuar la ilícita amistad, que hemos visto en varios expedientes y que nos ha llamado la atencion por lo insólita, es el argumento de que en realidad la relación era simplemente comercial y consistía en que el hombre utilizaba los servicios de la mujer. En consecuencia, ante la incriminación de hallarse en casa de ésta, el mancebo alegaba que allí era donde le lavaban la ropa [100].

12.- EL MATRIMONIO, LAS UNIONES DE HECHO Y LAS RELACIONES EXTRAMATRIMONIALES A TRAVÉS DE LOS HIJOS.
Los distintos tipos de uniones señaladas precedentemente, traían aparejadas diferencias entre los hijos habidos de las mismas.
Y en consecuencia, por más que Martínez Marina se esforzara en sostener que “las ideas de nuestros predecesores en nada se parecían a las nuestras”, que “seguramente se escandalizarían y nos tendrían por bárbaros si las conocieran” y que “tener un hijo, aun cuando fuese habido de un enlace ilegítimo o no ratificado por la ley, era un bien para la república” [101],el derecho castellano reconoció varias categorías de hijos.
Según Pérez y López, la primera diferencia que el derecho reconocía entre los hijos, era la de legítimos y naturales. Los hijos legítimos “son los que nacen de padre é de madre, que son casados verdaderamente, según manda santa Iglesia”, mientras que los naturales son “los que no nacen de casamientos segund ley” [102].
Los hijos naturales se dividían luego en varias clases, como los “fornecinos ó nothos, que nacen de adulterio, los manceres o hijos de mugeres públicas, los espurios ó hijos de barragana ó concubina, y los incestuosos, que son los que nacen de parienta ó Religiosa” [103].
La condición de los hijos naturales era inferior a la de los legítimos; pues “no gozan de los honores y beneficios de tales” [104], ni podían heredar los bienes de sus padres [105], “y aun entre ellos hay mucha diversidad, tanto por la mayor ó menor dificultad de la legitimación, como por la estimación y aprecio que se les concede” [106].
Sin embargo, eran también legítimos los hijos que se tuvieren de la barragana ó sierva, si el hombre se casaba después con ella [107].
El padre, aunque tuviera otros hijos legítimos, podía legitimar el hijo natural “habido en barragana libre, que tuviese por muger, llevándolo, con su consentimiento, á la Corte ó al concejo de la ciudad o villa donde fuere, diciendo públicamente ante todos: este es mi hijo habido en tal muger, y lo doy al servicio del concejo” [108]. No obstante, el hijo natural podía llegar a ser de “condición igual á la del legítimo, por la legitimación, la qual se hace de varios modos: por merced Real, por escritura pública, o por testamento, etc”. Y agregaba: “no solo de este modo se hace capaz el hijo natural de los honores que pertenecen á los legítimos, sí también sucede á los bienes paternos á falta de legítimos” [109].
Era un principio general que “deben ser creídos el varón y la muger que niegan ser hijo suyo alguno, si no se prueba lo contrario con indicios y testigos” [110], pero no era legítimo “el hijo que tuvo de adulterio la muger viviendo el marido, tanto si habita con éste, como con el adúltero” [111],y no podía ser legitimado el hijo “de la barragana viviendo la muger velada, aunque después de la muerte de esta se case con aquella” [112].
Los hijos legítimos y legitimados eran herederos a todos los bienes de sus padres, podían obtener todas sus honras y privilegios, y además eran preferibles a las acciones temporales [113], sin embargo, “el hijo natural de aquel que murió intestado, concurre con la sexta parte de la herencia, que deberá partir con su madre, sin que pueda impedirlo la mujer legítima, viuda del difunto” [114].
Elizondo afirmaba que “el padre está obligado á dar alimentos al hijo. No siendo menor (la obligación) la que tiene al espúreo, o adulterino” [115].
Como consecuencia de esta discriminación de los hijos, en función de la unión en la que habían sido procreados, creemos que en las familias ensambladas circularían hijos legítimos, legitimados, espúrios y adulterinos.

13.- LA VIUDEZ.
La muerte de alguno de los cónyuges ponía punto final al matrimonio y planteaba la posibilidad de que el supérstite contrajera uno nuevo. Ya se tratara de una segunda unión celebrada a la faz de la Iglesia o de una convivencia de hecho, el nacimiento de hijos como producto de cualquiera de estas uniones, abría la puerta a la conformación de una familia ensamblada.
Lawrence Stone ha sostenido que la consecuencia inexorable de la alta tasa de mortalidad de adultos y de los matrimonios tardíos fue una estructura familiar fundamentalmente diferente a la que estamos acostumbrados en la actualidad. En este orden de ideas, constató que los matrimonios se celebraban tardíamente, que por lo general se desbarataban pronto y que las parejas sobrevivían con dificultad juntas mucho tiempo después de que los hijos dejaran la casa.
En consecuencia, en opinión de Stone, las segundas nupcias eran muy comunes: “menos de la mitad de los hijos llegaban a la edad adulta con ambos padres vivos; y sólo una pequeña minoría vivía lo suficiente para convertirse en una carga económica para sus hijos en la vejez”.
Por lo tanto, “esta combinación de matrimonio tardío, baja expectativa de vida y crianza fuera de casa de los hijos sobrevivientes desde temprana edad, daba como resultado una familia conyugal que en su composición era de corta duración e inestable. Sus miembros hacían pocas demandas, por lo que era una institución poco importante y sin exigencias y podía sobrevivir la inestabilidad con relativa tranquilidad” [116].
En el mismo sentido, se ha afirmando que “aún cuando el matrimonio presuponía un contrato de por vida, a menudo se lo consideraba más una unión temporal que duraría sólo hasta que la muerte interviniera” y que “pocas parejas alcanzaban la vejez en común, y madres o padres jóvenes que quedaban viudos con un enjambre de niños pequeños solían estar dispuestos a casarse nuevamente y lo antes posible” [117].
En una sociedad que definía a la mujer por su relación con un hombre y en la que ésta era considerada en función de su posición en la familia y su estado civil, la pérdida de un marido era un acontecimiento de enormes consecuencias sociales, económicas y psicológicas para una mujer.
Los moralistas y la sociedad eran muy rigurosos con las viudas, “puesto que se trataba de mujeres que se encontraban en el mundo sin estar sometidas directamente al poder de un hombre”. Y se las miraba con recelo porque podían suponer ejemplos distorsionantes para las demás mujeres [118]. Martínez Marina, citando la legislación castellana, advertía que “ninguno fuese osado hospedarse en casa de mujeres viudas” [119].
Para las mujeres, según Mariló Vigil, quedarse viudas era un problema grave. Económicamente dependían del marido, y no estaban preparadas para integrarse en el ámbito productivo externo-ámbito en el que, por otra parte, eran mal recibidas-ni podían sobrevivir por si mismas [120].
Esta situación era vivida más o menos traumáticamente según cuál fuera la posición social de la familia.
Aunque para las mujeres de todas las razas, la viudez brindaba una oportunidad para mostrar su iniciativa, “traía consigo una desafiante serie de circunstancias para las cuales la mayoría estaba pobremente preparada” [121].
Las mujeres de clase alta tenían la posibilidad de entrar en posesión, al menos en teoría, del usufructo vitalicio de los bienes que les correspondían por viudedad, o bien de un ingreso, garantizado en el momento de aportar su dote al matrimonio, apto para sostenerlas de por vida en el caso de que muriera el marido. Además, en general, la mujer aristocrática que enviudaba tenia derechos delegados en la custodia de sus hijos [122].
Si a una mujer viuda le quedaba algún patrimonio que le permitía subsistir, “su situación era distinta de si no le quedaba nada y tenía que ponerse a buscar qué hacer, o de si se veía obligada a recurrir a la beneficencia eclesiástica” [123].
Según Nilda Gugliemi, “de ordinario, la viudez comportaba el retorno a la casa de la familia paterna, el abandono de la residencia familiar conyugal y de la cerchia parentale adquirida. Luego del retorno se decidía un nuevo matrimonio si la edad y las condiciones económicas lo permitían” [124].
La viuda tenía ante sí tres posibilidades, que dependían de su edad, situación económica, e inclusive de sus condiciones personales.
La primera era volver a la casa paterna o a la de la familia del marido difunto y consecuentemente continuar sometida a una figura masculina, en este caso, el padre o el suegro; la segunda permanecer viuda y hacerse cargo de sus hijos y de su patrimonio y la tercera de volverse a casar.
Mariló Vigil nos habla de un tipo de mujer perteneciente a las clases medias urbanas que, muerto el marido, se hacía cargo de la dirección de sus negocios y de la jefatura de la familia [125].
Entre nosotros, Carlos Mayo describe a mujeres viudas al frente de sus hogares: “están regularmente acompañadas sólo por sus hijos pequeños, por otros familiares y por agregados o esclavos” y agrega que el padrón del año 1744 también demuestra que las mujeres que trabajaban la tierra prefirieron como solución el vivir solas con sus hijos a vivir agregadas a otra familia [126].
Sin embargo, la sociedad tenia “expectativas” respecto de la viuda; y en relación al viudo, “el deber de un padre viudo era encontrar una madre sustituta para sus hijos, volviendo a casarse, o bien llevando una pariente soltera a la casa, o bien enviando a sus hijos a la casa de su hermana. La madrastra histórica es un figura temible, que, para el saber popular, prefiere su propia descendencia a sus hijastros” [127].
Según lo investigado por Cecilia A. Rabell para el México del siglo XVIII, “los viudos se volvían a casar más frecuentemente que las viudas”.
La población masculina practicaba una especie de “poligamia sucesiva”: al enviudar, los hombres no tardaban en casarse de nuevo y en muchos casos lo hacían con mujeres solteras [128].
La mejor solución para la viuda era volver a casarse, pero la edad y la situación económica en que quedaba, condicionaban sus posibilidades.
Si era joven y estaba en condiciones de casarse nuevamente, volvía a la casa paterna a la espera de nuevas bodas [129].
La mayoría de los historiadores de la familia coincide en sostener que cuanto más joven era un viudo o una viuda, más elevada era la probabilidad de que volviera a casarse.
Las mujeres reiniciaban su vida reproductiva a una edad en la que la fecundidad era aún alta [130], mientras que “por encima de los cuarenta años de edad, los hombres tendían a casarse en segundas nupcias con más facilidad que las mujeres” [131].
También influía en sus posibilidades de contraer nuevas nupcias la dote que pudiera aportar al nuevo matrimonio, por ello Nilda Guglielmi señaló que “las mujeres viudas de buena familia y con saneada dote se casaban dos y tres veces” [132]. Es decir que ejercían lo que Elsa Malvido Miranda denominó “la poliandria espaciada legal, en caso de reincidencia matrimonial, o ilegal, pero como honorable viuda” [133].
Como resultado de todas estas consideraciones sobre la viudez y las ventajas de contraer nuevo matrimonio, Stone afirmó con certeza que “no eran raras las uniones que incluían viudos o viudas con hijastros propios, o las familias que incluían sobrinos abandonados o huérfanos y que era probable que una cuarta parte de las familias tuvieran carácter híbrido” [134].

13.1.- LA CONSIDERACIÓN SOCIAL DE LAS SEGUNDAS NUPCIAS.
A esta altura de nuestro análisis, y más allá de las conveniencias y desventajas de contraer nuevo matrimonio, cabe preguntarse cuál era la consideración social que merecían las segundas nupcias.
Los autores religiosos en general, trataban de presentar la situación de la viuda como permanente. La persistencia en ese estado era un “desideratum” y considerado una actitud virtuosa.
Por lo tanto, los moralistas no veían con buenos ojos las segundas nupcias, condenando abiertamente las sucesivas.
os escritos morales de la época, en realidad no hacen sino repetir lo que los Padres de la Iglesia habían dejado establecido siglos atrás: “lo ideal era la univira. La digamia constituía un estado inferior. Las nupcias subsiguientes eran condenadas casi como una prostitución” [135].
Pero en definitiva, los teólogos morales acababan citando a San Pablo, para concluir que es preferible “que las viudas mozas se casen, si no se sienten con fuerzas para guardar continencia, y dar buen ejemplo de honestidad; porque mas vale casarse y vivir en santo matrimonio, que dar ocasiones de murmuración” [136].
En cambio, las familias burguesas trataban de que la viudez de las mujeres de su casa se constituyera en situación transitoria: la viuda, por lo tanto, podía casarse y era oportuno que lo hiciera para lograr así el apoyo que el esposo representaba y que, de manera transitoria o permanente, debían brindar a su muerte los miembros masculinos de la familia de la mujer [137].

13.2.- LA REGULACIÓN JURÍDICA DE LA VIUDEZ Y DE LAS SEGUNDAS NUPCIAS.
Las Partidas consagraron la posibilidad de los individuos de casarse más de una vez: “Casamentar, segund Santa Eglesia, pueden los omes e las mugeres, dos vezadas o mas, despues que fuere departido el primero matrimonio por algun embargo derecho, o por muerte…” [138].
No obstante el desagrado con el que los moralistas veían la viudez, las Partidas, siguiendo a San Pablo, permitieron las segundas nupcias, “por desuiar pecado de fornizio: porque tenia, que menor mal era casar, que fazer tan grand pecado” [139].
Siempre que el que pretendiese contraer matrimonio lo hiciera una vez muerto el cónyuge, la Iglesia estaba dispuesta a bendecir esa unión [140].
Tanto la mayoría de los fueros como la legislación alfonsina y canónica establecieron un periodo forzoso de un año de duelo, durante el que a la mujer le estaba vedado contraer nuevo matrimonio, bajo pena de la pérdida de la mitad de sus bienes, de las arras que le hubiere entregado el marido finado, y las demás cosas que le hubiere dejado por testamento [141]. Estos bienes pasaban a los hijos del difunto o a sus descendientes.
Martínez Marina justificaba el plazo de un año, explicando que “nuestros legisladores, para estrechar mas el nudo matrimonial y dar mayor firmeza al mutuo amor de los casados, y hacerles concebir ideas grandiosas del matrimonio, entendieron sus providencias y miras políticas aun mas allá de la vida de cada cual de los consortes, honrando la viudedad, haciendo que se respetase la condición de las viudas, proporcionando a estas los medios de subsistir con decoro y comodidad, obligándolas por motivos de honor y de interés a permanecer en ese estado entregadas al duelo y llanto de sus difuntos maridos, y prohibiendo que ninguna pudiese contraer segundas nupcias sino después de haber pasado por lo menor un año contado desde la muerte de sus esposos” [142].
Emilio Mitre Fernández da cuenta de algunas matizaciones en la regulación del plazo para contraer segundas nupcias: “en dos ocasiones se reglamenta al respecto y en conyunturas que se nos presentan similares; dos momentos de grave depresión demográfica”. Y ejemplifica: en Valladolidad en 1351, debido a la peste negra, se reduce de un año a 6 meses desde la muerte del marido el plazo para que las viudas pudieran contraer nuevo matrimonio y se ordena liberar de las penas a las que se hubieran hecho acreedoras a las mujeres que hubieran transgredido la vieja norma. Idéntica actitud se adopta 1400 y 1401 [143].

13.3.- LA SIMPLE AUSENCIA.
A veces, las necesidades personales y materiales que apremiaban a las viudas a contraer nuevas nupcias, se veían postergadas por limitaciones legales y religiosas tendientes a confirmar la muerte del cónyuge ausente, exigiendo ciertos recaudos antes de permitir el nuevo matrimonio.
Tanto los fueros como las Partidas coinciden en la preocupación por garantizar que las mujeres con maridos ausentes y en paraderos desconocidos tomen toda suerte de precauciones antes de proceder a anudar otro compromiso, asegurándose de su defunción [144]. “E si esto non fizieren e se ayuntaren, e después viniere el primero marido, aun sean metidos en poder del primero marido, que los pueda vender, o fazer dellos lo que quisiere” [145]. Es decir que aquellos que obraren con ligereza se arriesgaban a un matrimonio nulo y a quedar la mujer y el segundo marido a merced del retornado.
Pero si la mujer se casara por creer que el marido había muerto en una guerra, por ejemplo, no la hubieran podido acusar de adúltera si estuviera vivo el primero, porque podría alegar válidamente que ignoraba esta circunstancia. Pero si después que se casase con el segundo marido, supiese ciertamente que estaba vivo el primero y se juntase carnalmente con el nuevo marido, y esto se probare, la podrían acusar [146].

13.4.- EL ADULTERIO PREEXISTENTE Y POSTERIOR A LA VIUDEZ.
Si la mujer se amancebase o tuviera relaciones antes de transcurrido el año exigido por la legislación para contraer validamente nuevo matrimonio, era infamada y también lo era el que se casase con ella, mereciendo la misma pena que si contrajese segundo matrimonio [147].
La causa de la prohibición era : “porque sean los omes ciertos que el fijo que nasce della es del primer marido” y “porque non pueden sospechar contra ella porque case tan ayna, que fue en culpa de la muerte de aquel con quien era antes casada”.
Otra situación que podía presentarse era que la mujer pretendiese contraer matrimonio con quien había cometido adulterio mientras subsistía el vinculo anterior, en cuyo caso no podía contraer válidamente nuevo matrimonio [148].
Una vez más la legislación discriminaba entre la conducta reprobable de la viuda y la del viudo, siendo mucho más estricta con la primera.
Se castigaba el comportamiento “licencioso” de una viuda, pero no el de un viudo. La viuda que fornicara perdía la custodia de sus hijos y su parte de cualquier propiedad común, mientras que al viudo no se le aplicaba ningún castigo porque la ley consideraba “que la deshonestidad no es tan vituperable ni ofensiva en un hombre como en una muger”. La parte de la propiedad común correspondiente a la viuda quedaba en la familia y era entregada a sus herederos [149].

13.5.- EL RÉGIMEN PATRIMONIAL DE LA VIUDEZ.
Cuando un matrimonio se terminaba por muerte de uno de los cónyuges, los bienes gananciales se dividían habitualmente por igual entre el cónyuge sobreviviente y los herederos del difunto, independientemente del aporte que de cada uno de ellos había efectuado al matrimonio o de quién había trabajado para producirlo. En el momento de la ruptura se disolvía esa sociedad económica que había venido funcionando hasta ese momento.
La situación en que quedaba la mujer viuda era distinta según los casos, pero no mediando acusación de adulterio, la mujer conservaba siempre el disfrute de sus arras y de los regalos que hubiera recibido de su esposo.
María Isabel Pérez de Tudela y Velasco recuerda que la ley castellano-leonesa del Medioevo reconocía al cónyuge viudo indiscutibles derechos sobre ciertos bienes de uso personal, como el lecho y las ropas de cama, si se trataba de la mujer, y el caballo con las armas en el caso del hombre. Asimismo, el supérestite mantenía el control de sus riquezas patrimoniales, las que le habían correspondido en el reparto de la herencia de sus parientes [150].
Este sistema patrimonial hacía que las viudas tuvieran plena soberanía sobre sus acciones legales [151], lo que llevó a José María Ots Capdequí a sostener que “sólo el estado de viudez permitía a la mujer gozar de su plena capacidad jurídica” [152] y a María Isabel Pérez de Tudela y Velasco que “la viuda parece disfrutar de una situación muy aceptable: dueña de su propio destino, respaldada por la posesión de determinados bienes que la ley garantiza, tutora de sus hijos, goza, además, de ciertas ventajas a causa de la indefensión en que se encuentra, siendo digna de destacar la que se refiere a la exención de la obligación de posada” [153].
Sin embargo, segun Ots Capdequí, por una Real Cédula del 31 de julio de 1758, la viuda de militar que contraía segundas nupcias, perdía todo derecho a la viudedad que le hubiera correspondido por la muerte de su primer marido [154].

13.6.- LA CUARTA MARITAL
Las viudas recibían normalmente la mitad de la propiedad común, pero una viuda pobre podía heredar una parte mayor si el juez decidía que la necesitaba más que otros herederos [155].
Elizondo hacia mención de una ley de Partida [156], que establecía que cuando el cónyuge premorto fuera rico, y el vivo quedara pobre, sucediera éste con los hijos comunes, o de otro matrimonio en la “quarta parte de la hacienda, si dexare esta tres de aquellas, y si mas entre a la sucesión pro virili portione, reservando la propiedad para los hijos del matrimonio”. El motivo y la causa de la concesión de la quarta a las viudas era la pobreza de éstas al tiempo de disolverse el matrimonio, con el objeto de evitar su mendicidad [157].

13.7.- EFECTOS DE LAS SEGUNDAS NUPCIAS SOBRE LOS BIENES Y LAS PERSONAS DE LOS HIJOS MENORES.
La ley preveía que la viuda se hiciera cargo de la custodia de las personas y de los bienes de sus hijos menores.
13.7.1.- EFECTOS SOBRE LOS BIENES.
El derecho a la posesión de los bienes de los hijos menores se mantenía en tanto la viuda se abstuviera de contraer nuevo matrimonio, porque en ese supuesto las Partidas preceptuaban que “la muger que casa segunda vez, debe restituir a los hijos del primer matrimonio las arras y donaciones que le hizo su primer marido, para lo qual están obligados tácitamente todos sus bienes, y si estos hijos y sus bienes estaban baxo su tutela o cuidado, en este caso también los bienes del segundo marido están tácitamente obligados al hijo del primero” [158].
Elizondo se mostraba rápido en encontrar la respuesta: “fue tan poca la confianza, que hizo siempre el Derecho de las madres, que casan de segundas nupcias, que en pena les quita al punto la tutela testamentaria, o legitima de sus menores hijos, por presumirse de ellas justamente, que entregadas al amor conyugal, no gobernaran como deben los bienes de estos”; y con respecto al hombre sostenía que “como el animo del marido se presume mas constante, y firme que el de la muger, no pierde el padre por contraer segundas nupcias la legitima administración que le da la ley en los bienes de sus hijos” [159].
La misma filosofía compartía Pérez y López cuando trataba de explicar el motivo de esta norma, amparándose en la opinión de los Sabios, que afirmaban que “la mujer suele amar tanto al nuevo marido, que no solamente le daría los bienes de los hijos, mas aún, consentiría en la muerte de ellos, para hacer placer a su marido” [160].
Sostiene Pérez de Tudela que “es indiscutible que en el ánimo de los sucesivos legisladores-desde los que redactaron el Líber a los de las Partidas, pasando por los autores de los fueros extensos-ha pesado el evidente sometimiento al marido que afecta a la condición de la mujer casada; sometimiento que alcanzaría a los hijos del anterior matrimonio en caso de mantenerse bajo la férula materna”. Por el contrario, según la misma autora, “el hombre goza de las mismas capacidades dentro y fuera del matrimonio, y en consecuencia la existencia de una madrastra no se considera obstáculo para que los hijos y sus bienes continúen sometidos al padre” [161].
Martínez Marina explicaba que este tipo de leyes apuntaban a que “el excesivo afecto a las segundas nupcias no perjudicase al fruto que pudo haber quedado del primer matrimonio” [162].
Este derecho de los hijos a reclamar la partición se debía al deseo de evitar que la madrastra o el padrastro pudieran disponer de los bienes patrimoniales de la familia en la que entraban [163].
Dos siglos más adelante, las Leyes de Toro dispusieron que el viudo que contraía segundas nupcias, debía reservar a favor de los hijos del primer matrimonio, iguales bienes que tenía que reservar la viuda que se encontrase en el mismo caso [164].
Elizondo afirmaba que la viuda que se volvía a casar, “de todo aquello que hubiese adquirido por sucesión de los hijos del primer matrimonio, no puede disponer á favor de los del segundo, porque no son partibles, ni divisibles con estos, sino es habiendo prestado aquellos su consentimiento para las segundas nupcias; debiendo del mismo modo dexarles todo lo que el primer marido la hubiese dexado por vía de donación entre vivos, mortis causa, legado o fideicomiso” [165].

13.7.2.- EFECTOS SOBRE LAS PERSONAS DE LOS MENORES. LA TUTELA.
Una viuda sólo se convertía en tutora de sus hijos si el marido no había nombrado otro en su testamento. Y la tutoría de la madre era siempre condicional: podía perderla si vivía “en pecado” o si volvía a casarse, pues se pensaba que favorecería a los hijos de su nuevo matrimonio [166].
Es que las Partidas establecían que el huérfano debía criarse en aquel lugar, y con aquellas personas que había mandado el padre en su testamento [167].
Elizondo traía a colación el hecho de que muchas madres, antes de contraer segundas nupcias, le pedían al juez que nombrara tutor a sus hijos, proponiendo a aquellas personas que tenían destinadas para maridos, “aparentando causas, por las que se crea conveniente a los Pupilos lo que no lleva otro fin, que el de disfrutar sus haciendas el nuevo cónyuge: a cuya consequencia debe en este asunto procederse siempre con la mayor circunspección, para no abrir puesta al dolo, haciendo, antes de encargar la tutela, las mas exactas diligencias en utilidad de los menores, que tanto recomienda el Derecho” [168].
ParaPérez y López, si el menor tuviese madre, “que fuese mujer de buena fama, le pueda dar que críe al hijo, y tenerlo mientras mantuviere su viudez, y no se casare”. Pero si la madre luego casare, “deben sacar el huérfano de su poder”.
Pero si el padre no hubiese dejado dispuesto nada sobre el particular, y la madre contrajera nuevas nupcias, proponía “se encargue la educación de sus pupilos a los ascendientes o en su defecto a los colaterales por una y otra línea” [169].
En cambio, un viudo conservaba la tutoría de sus hijos independientemente de su comportamiento sexual y aunque volviera a casarse [170].
La madre no recuperaba la tutela de los hijos del primer matrimonio ni aún cuando enviudaba por segunda vez, “no pudiendo decir de nulidad del testamento otorgado por estos, en que resulte preterida, debiendo contentarse con qualquier otro legado que les dexen” [171].

14. EFECTOS JURÍDICOS EMERGENTES DE LA FAMILIA ENSAMBLADA

Tal como lo sostuvimos precedentemente, a pesar de que el derecho de la época no había acusado recibo expresamente de la familia ensamblada, podemos afirmar que las relaciones generadas entre los nuevos integrantes de la pareja y sus hijos, a partir de la muerte de uno de los cónyuges de la unión anterior, o del divorcio o de la separación de hecho, fueron contempladas en forma individual.
Es decir, que si bien no existió una sistematización de los efectos jurídicos de las nuevas uniones, del análisis de las distintas normas que regulaban ciertos y determinados aspectos, como la viudez, las segundas nupcias, las distintas clases de hijos, el parentesco, los divorcios y otros, es posible enunciar una serie de consecuencias que tuvo para el derecho, la existencia de la familia ensamblada.
Y es que la convivencia entre padre-madre-madrastra-padrastro-hijastro, se tiene que haber desarrollado conforme ciertas pautas, que si bien no surgían expresamente del título de alguna recopilación de la época, se deducían de su espíritu y eran las que regían las distintas situaciones generadas a través de la vida en común.

14.1.- .EFECTOS CIVILES.
14.1.1. GUARDA DE HECHO.
El padrastro o la madrastra, cuando convivían con el menor, asumían el carácter de “guardador de hecho”, pues “sin atribución de la ley o delegación del juez, en los hechos y por su propia autoridad”, tomaban a un menor a su cargo.
Este compromiso nacido de la vida en común y de las funciones de cuidado que el padrastro o madrastra efectivamente ejercían, eran independientes de la tenencia, del ejercicio de la patria potestad y de las obligaciones del padre-madre biológicos, si la familia ensamblada se había constituído a partir de un divorcio o de una separación de hecho.
En este orden de ideas, eran deberes y derechos de los padres biológicos, los siguientes:
a) Tenencia:
La madre biológica ejercía la tenencia de sus hijos menores de tres años si no había dado causa al divorcio. Más allá de esa edad la tenencia le correspondía al padre [172].
b) Alimentos
Los hijos de casados o divorciados debían ser alimentados hasta los tres años a costa de la madre y a partir de esta edad, la obligación le correspondía al cónyuge culpable, atento a que las Partidas establecían que las madres debían criar a los hijos menores de tres años, y los padres a partir de esta edad [173].
14.1. 2. ALIMENTOS.
El padrastro-madrastra que asumía la guarda de hecho, tomaba a su cargo el gobierno del menor, educándolo y preservando su integridad y salud física, por lo que debía proporcionarle los alimentos necesarios.
Este deber de asistencia era subsidiario y constituía una carga de la sociedad conyugal.
Las Partidas daban derecho al padrastro que había gastado en la manutención de su entenado, a recuperar el importe: “padrastro alguno teniendo su entenado en su casa, dándole de comer, e beuer, e las otras cosas quel fuessen menester, faziendo afruentas, que las despensas que fazia en el, que las fazia con entencion de las cobrar, entonces deuelas cobrar de los bienes bienes del mozo (con cedilla), si los ouiere” [174].
Escriche aclaraba, comentando esta ley de Partidas: “pero si se sirviere de él, no debe haberlas, por cuanto el servicio se descuenta en ellas, y sólo podía reintegrarse de las que hiciere en la recaudación y beneficio de sus cosas” [175].
Sin embargo, según Escriche, “si el entenado o hijastro fuese tan medrado, aplicado y robusto como los criados que además de la comida ganan soldada, se le debe abonar también según arbitrio del juez” [176].
14.1. 3. PARENTESCO POR AFINIDAD.
Escriche definía la afinidad como “proximidad o cercanía, y se llama así, porque mediante el matrimonio se acerca y pone en contacto cada uno de los cónyuges con la familia del otro” [177].
Y esto era así aún cuando ese contacto entre ambas familias derivara de cópula ilícita [178]. En el mismo sentido se pronunciaba José María Álvarez [179].
Entre un cónyuge y los descendientes del otro nacidos de una unión anterior, se creaba un vínculo de afinidad en primer grado el que, conforme la ley 5, título 6, Partida 4, constituía un impedimento para contraer matrimonio.
Esto implicaba que en línea recta, es decir, entre ascendientes y descendientes, estaba prohibido el matrimonio, sin límites. En consecuencia, el padrastro no se podía casar con la hijastra o con la hija de su hijastra y viceversa.
En cuanto a los modos de contar los grados, Álvarez observaba que en el parentesco por afinidad no había grados “porque no nace de la generación, sino del ayuntamiento carnal; pero por analogía se distinguen y cuentan del mismo modo que en la consanguinidad” [180]. La razón era, según Álvarez, “porque haciéndose como una sóla persona del hombre y la muger, por el matrimonio y por la cópula carnal, es muy justo que el hombre se haga pariente de los consanguíneos de la muger, y ésta de los consanguíneos del hombre en el mismo grado que lo son de cada uno” [181].
En consecuencia, por el hecho del matrimonio, un esposo quedaba vinculado a todos los parientes del otro en el mismo grado que este último, creándose un parentesco perpetuo, es decir, que no desaparecía con la muerte ni se extinguía por el divorcio de los cónyuges.
14.1. 4 PÉRDIDA DE LA TUTELA A LOS BIENES Y PERSONA DEL MENOR.
Tal como lo señalamos precedentemente, la viuda perdía la tutela sobre los bienes y persona del menor si contraía nuevas nupcias, por lo que podía ser excluída del derecho a convivir y administrar sus bienes.
14.1. 5. DERECHO A SOLICITAR LA EMANCIPACIÓN.
El padrastro que hubiere adoptado a su entenado o hijastro menor de 14 años, estaba obligado a emanciparlo si éste, salido de esa edad, “acudiese descontento de su padrastro al juez para que le mandara emancipar” [182]. Constituía uno de los cuatro casos establecidos por la ley, en los que el hijo podía solicitar la emancipación.
14.1. 6. DERECHO SUCESORIO.
No existía derecho hereditario entre hijastro y padrastro-madrastra. Sólo podía recibir bienes hereditarios por vía testamentaria y dentro de las posibilidades concretas del testador, teniendo en cuenta la legítima de los herederos forzosos.
14.1.7.- ALIMENTOS A FAVOR DE LA MADRE O DEL PADRE.
El hijo estaba obligado a alimentar al padre o madre pobres, pero si el padre o madre se volvieran a casar, sólo estaba obligado a dar la mitad de alimentos que debía proporcionar [183].

14.2.- EFECTOS PENALES.
14.2.1.- DELITO DE ADULTERIO.
Quienes se unían mientras estaba subsistente el vínculo matrimonial, incurrían en el delito de adulterio y eran pasibles de las severas penas que el derecho penal de la época les imponía [184]. El marido tenía derecho hasta de matar a la adúltera y a su cómplice si los sorprendía “in flagranti delito” [185].
Los pleitos por amancebamientos e ilícita amistad, dan cuenta de la efectiva puesta en práctica de las normas que condenaban el adulterio y las relaciones extramatrimoniales.
Desde el punto de vista patrimonial, la mujer condenada como adúltera podía perder los gananciales y demás bienes que le pertenecieran [186].
14.2.2.- PARRICIDIO.
Si el padrastro-madrastra matare al hijastro, o este matare a su padrastro-madrastra “con armas, o con yeruas, paladinamente, o encubierto”, era considerado parricida y merecía un castigo severísimo, consistente en ser “açotado públicamente ante todos, e de si, que lo metan en vun saco de cuero, e que encierren con el vn can, e vn gallo, e vna culebra, e vn ximio, e despues que fuere en el saco con estas quatro bestias, cosan la boca del saco, o lancenlos en la mar, o en el rio que fuere mas cerca de aquel lugar do acaesciere” [187].

15.- LA FAMILIA ENSAMBLADA A TRAVÉS DE LA PRAXIS JUDICIAL.

A pesar de la profusión de información acerca de las relaciones matrimoniales o extramatrimoniales que proporciona la praxis judicial, es muy pobre el material acerca de la existencia de hijos como producto

de éstas o de relaciones anteriores. De la mayoría de los pleitos no surge si había hijos de las primeras o segundas nupcias o de estas uniones de hecho, que pudieran revelar que estamos en presencia de una familia ensamblada.
Los hijos aparecen muy esporádicamente, como testigos, apoyando las pretensiones de sus madres o a veces hasta las de sus propios padrastros, mientras que algunos de éstos se presentan tratando de ejercer poderes de corrección en atención a su función de guardadores.
Así, el hijo acude en defensa de su madre que se queja de los malos tratamientos de su marido en segundas nupcias [188], otro denuncia que su padrastro dilapida sus bienes [189], o el hijo entregado voluntariamente por su padre en oportunidad de contraer segundas nupcias, es reclamado a quienes lo habían criado [190].
Aunque suene extraño, también nos encontramos con hijastros que se presentan apoyando al padrastro contra su progenitora, como lo sucedido en aquel pleito en el que el hijastro se presentó como testigo del amancebamiento de su madre con un señor que no era el padrastro, segundo esposo de la mujer [191].
El deber de corrección era ejercido por el padrastro cuando se presentaba conjuntamente con su esposa para demandar a su hijastra por ilícita amistad. De las constancias de autos surge que el padrastro no ejercía como correspondía su función de guardador, ya que quería prostituir a la hijastra y le formulaba “sugestiones para que hiziese comercio de su cuerpo”. Además, había procedido con ligereza al entablar demanda contra ella por su amancebamiento, como consecuencia de la cual se le había apercibido que “en las denuncias de esta naturaleza se dirixa con mas pulso, y maduro examen de los perjuicios inferidos a los acusados, bajo apercibimiento, condenándole a mas en las costas de esta causa, por su ligereza” [192].
Con respecto a la tutela de los hijos de la viuda vuelta a casar, a pesar de lo dispuesto por las aparentemente rígidas disposiciones legales, según María Isabel Seoane, las segundas nupcias de la madre “no fueron motivo suficiente para privar al menor de la convivencia con ella” y “en más de una oportunidad hallamos discernimientos en cabeza no sólo de la viuda que vuelve a contraer sino también conjuntamente en cabeza de la viuda y del padrastro del menor desvirtuándose, de este modo, aquella poca confianza, que-al decir de Francisco Antonio de Elizondo-habia hecho siempre el Derecho de las madres que casaban de segundas nupcias”[193].
Sin perjuicio de lo señalado precedentemente, la autora aclara que esto “no debe inducirnos a pensar en la inaplicación de la norma en materia de segundas bodas pues numerosos son también los casos en que la misma se ha respetado, quitándosele al punto a la madre la tutela testamentaria o legítima de sus menores hijos”.

16.- CONCLUSIONES.

El amor, el odio, el afecto paternal y fraternal, los encuentros y desencuentros, las separaciones temporales o perpetuas, las rupturas como consecuencia de la muerte, son sentimientos y circunstancias atemporales y que no son patrimonio exclusivo de un momento o de una realidad geográfica.
Por más que el derecho aplicable en el Río de la Plata durante el periodo 1785-1812 no hubiera acogido en forma expresa la regulación de la familia ensamblada, creemos que su existencia no debe haber pasado inadvertida para quienes tenían la misión de legislar y para aquellos encargados de administrar justicia.
La existencia de normas dispersas a lo largo de una legislación que rigió entre nosotros durante cuatro siglos, y que era ella misma producto de fusión de elementos que estaban presentes desde hacía más de siete, así como el planteo y la solución de situaciones que no podían ser resueltas a la luz de disposiciones tal vez anacrónicas o poco probables para otro ámbito físico, nos lleva a la conclusión de que con estos elementos se puede reconstruir la regulación jurídica de la familia ensamblada.
La tarea llevada a cabo, a través de la compulsa de la legislación, de la doctrina y de la praxis judicial, nos revela la existencia de la familia ensamblada como una realidad presente, como otro tipo de familia, conviviendo con otras en el marco de la sociedad virreinal rioplatense.
1. [1] Publicado en la Revista de Historia del Derecho Ricardo Levene. N° 33, p.175/222. Instituto de Investigaciones Jurídicas y Sociales Ambrosio L. Gioja. Facultad de Derecho y Ciencias Sociales.
Universidad de Buenos Aires. Ediciones Ciudad Argentina. Buenos Aires. 1997
[2] Partida 4, tit. 12, ley 1, en adelante “P” para Partida, “t” para titulo y “l” para ley.
[3] Ver “Deberes y derechos emergentes de las relaciones conyugales en el Río de la Plata. (1785-1812)”, tesis doctoral defendida en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, 1996.
[4] Pilar Gonzalbo: “Historia de la familia”. Compiladora: Pilar Gonzalbo, Instituto Mora, Universidad Autónoma Metropolitana, México, 1993, p.13.
[5] Robert Rowland: “Población, Familia y Sociedad”, en “Historia de la familia”, ob. cit., ps. 31-42.
[6] Viviana Kluger, ob. cit.; Viviana Kluger: “Consideraciones sobre las relaciones paterno-filiales en el Río de la Plata. Del ámbito domestico a los estrados judiciales. (1785-1812)”, Actas del XI Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano”, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho, Buenos Aires, 1997 y Viviana Kluger: “Los deberes y derechos paterno-filiales a través de los juicios de disenso. (Virreinato del Río de la Plata. 1785-1812)”, a publicarse en la Revista de Historia del Derecho N° 24, Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho.
[7] Peter Laslett: “La historia de la familia”, en “Historia de la familia”, ob. cit., ps. 43-70.
[8] Carmen Orcastegui Gros: “La mujer aragonesa en la legislación foral de la Edad Media”, en “Las mujeres medievales y su ámbito jurídico”, Actas de las Segundas Jornadas de Investigación Interdisciplinaria, UNAM 1983, p.115, cita a J. L. Merino: “Aragón y su derecho”, ps. 45-46.
[9] Laslett, ob. cit.
[10] Cecilia P. Grosman y Silvia Mesterman: “Organización y estructura de la familia ensamblada. Sus aspectos psico-sociales y el ordenamiento legal”, Derecho de Familia, Revista Interdisciplinaria de Doctrina y Jurisprudencia, No. 2, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1989, ps. 29-51.
[11] Cecilia P. Grosman. e Irene Martinez Alcorta: “Vínculo entre un cónyuge y los hijos del otro en la familia ensamblada. Roles, responsabilidad del padre o madre afín (padrastro/madrastra) y los derechos del niño”, Jurisprudencia Argentina, Tomo 1995-III, ps. 874-87.
[12] Cecilia P. Grosman e Irene Martinez Alcorta, ob. cit.
[13] Gonzalbo, ob. cit., p.7.
[14] Gonzalbo, ob. cit., p.9.
[15] Gonzalbo, ob. cit., p.10.
[16] Gonzalbo, ob. cit., p.7.
[17] Silvia Arrom: “Las mujeres de la ciudad de México. 1790-1857”, Siglo XXI, México, 1988, p.25.
[18] Gonzalbo, ob. cit., p.15.
[19] Gonzalbo, ob. cit., p.44.
[20] Victor Tau Anzoátegui: “La noción de ley en América Hispana durante los siglos XVI a XVIII”, Anuario de Filosofía Jurídica y Social No. 6, 1986, Bs.As., p.208.
[21] Gonzalbo, ob. cit., p.19.
[22] Gonzalbo, ob. cit., p.15.
[23] Rowland, ob. cit.
[24] Arrom, ob. cit., p.25.
[25] Laslett, ob. cit.
[26] Arrom, ob. cit., p.25.
[27] Gonzalbo, ob. cit., p.20.
[28] Richard Boyer: “Women, La Mala Vida, and the Politics of Marriage” en “Sexuality and Marriage in Colonial Latin America”, ed. Asunción Lavrin. Lincoln, Univ. of Nebraska Press, 1989, p.279.
[29] Arrom, ob. cit., p.26.
[30] Arrom, ob. cit., p.252.
[31] Nos hemos ocupado extensamente sobre el tema en nuestra tesis doctoral, citada en nota 2.
[32] Hugo Hanisch B.: “Historia de la Doctrina y Legislación de matrimonio”. Revista chilena de Derecho. Volumen 17. No. 8. 1-6. Facultad de Derecho, Universidad Católica de Chile, IV Jornadas chilenas de Derecho Natural, p. 488.
[33] Patricia Seed: “Amar, honrar y obedecer en el México Colonial. Conflictos en torno a la elección matrimonial. 1574-1821”. Alianza Editorial, México, 1991, p.45.
[34] Abelardo Levaggi: “Manual de Historia del Derecho Argentino. Castellano-Indiano/Nacional”. Depalma, Buenos Aires, 1986, Tomo II, p.116.
[35] “Ordenanzas reales de Castilla, recopiladas y compuestas por el Lic. Alonso Díaz de Montalvo. Glosadas por el Dr. Diego Pérez”. Madrid, 1779, libro IV, tít., ley XXIX.; Novísima Recopilación de las leyes de Castilla, libro VI, tít., ley 13.
[36] Martín de Torrecilla: “Suma de todas las materias morales”. 2a. Impresión, Madrid, 1696. To. II, Trat.. III. Disput. VI. Secc. IV. cap. No.10.
[37] Fray Enrique de Villalobos: “Suma de Teología Moral y Canónica”. Madrid, Imprenta de Bernardo de Villa, 1682. Trat. XIII. Dif. XVIII, p. 321.
[38] Antonio Dougnac R: “La unidad de domicilio conyugal en Chile indiano”. Revista chilena de Derecho no. 7. No. 1-6. Facultad de Derecho. Universidad Católica de Chile, IV. Jornadas chilenas de Derecho Natural. enero-diciembre 1980.
[39] Juan de Matienzo: “Gobierno del Perú”. Ouvrage Publie avec le concours du Minitere des Affaires Etrangers, París- Lima 1967, p. 341.
[40] José María Ots Capdequí: “El sexo como circunstancia modificativa de la capacidad jurídica en nuestra legislación de Indias”. Anuario de Historia del Derecho Español, Tomo VII, Madrid. 1930, ps. 311-80.
[41] Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Legajo 17, Expediente 1 (en adelante, primero sólo el número de legajo y a continuación, seguido de un guión, sólo el número de expediente), 9-24; 88-16; 141-7; 138-25; 21-19; Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires (en adelante AHPBA), 5-2-17-9 (el número corresponde al legajo y al expediente).
[42] Entre nosotros se ha ocupado del tema, entre otros, Raúl Molina en “La familia porteña en los sigos XVII y XVIII. Historia de los divorcios en el período hispánico”, Fuentes históricas y genealógicas argentinas, Buenos Aires, 1991.
[43] P. 4, t. 10, l. 1.
[44] Antonio Xavier Pérez y López: “Teatro de la legislación universal de España e Indias, por orden cronológico de sus cuerpos y decisiones no recopiladas; y alfabético de sus cuerpos y decisiones no recopiladas; y alfabético de sus títulos y principales materias”. Madrid, 1792. “Divorcios”. p. 199.
[45] P. 4, t. 10, l. 7.
[46] Gregorio López: “Las Siete Partidas del Sabio Rey D. Alonso el IX, con las variantes de más interés y con la glosa del Lic. Gregorio López”. Barcelona, Imprenta de Antonio Bergnes y Cía, 1843. Glosa a P. 4, t. 10, l 1 y 2 y “Febrero o Librería de Jueces, Abogados y Escribanos”. Madrid, Imprenta y Librería de D. Ignacio Boix Editor, 1844, To. 1-2, tít., sec., p. 40.
[47] Arrom, ob. cit., p. 262.
[48] Arrom, ob. cit., p. 263.
[49] P. 4, t. 10, l. 2.
[50] Arrom, ob. cit., p. 257.
[51] Arrom, ob. cit., p. 257.
[52] Arrom, ob. cit., p. 257.
[53] Arrom, ob. cit., p. 258.
[54] Arrom, ob. cit., p. 258.
[55] Arrom, ob. cit., p. 257.
[56] Arrom, ob. cit., p. 276.
[57] Antonio Arbiol: “La familia regulada. Con doctrina de la Sagrada Escritura y Santos Padres de la Iglesia Católica”. Madrid, 1991, p. 90; Francisco Antonio Elizondo: “Práctica Universal Forense”. Joachin Ibarra Impresor de Cámara de Su Majestad, Madrid, 1774, T°7, No. 34, p. 178 y Febrero, ob. cit., tit. 40, secc. V. No 109, p. 40.
[58] Arrom, ob. cit., ps. 279-280.
[59] AGN 282-4; Tribunal Civil (en adelante TC ) Letra L (en adelante sólo la letra seguida del número) 1, año (en adelante sólo el año) 1802; 138-25; TC P2 1807; 214-20; 18-88; V10-1; C17-13.
[60] AHPBA 5-7-12-8; AGN 126-10; AGN TC L1 1800-1809.
[61] Arrom, ob. cit., p. 268.
[62] Arrom, ob. cit., p. 278.
[63] Daisy Ripodas Ardanaz: “El matrimonio en Indias. Realidad social y regulación jurídica”. FECIC. Buenos Aires, 1977, p. 52.
[64] Arrom, ob. cit., p. 277.
[65] Arrom, ob. cit., p. 279.
[66] Silvia C. Mallo: “Justicia, divorcio, alimentos y malos tratos en el Río de la Plata. 1766-1857”. Investigaciones y Ensayos N° 42, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 1992, ps. 373-400.
[67] P.4, t. 14.
[68] P. 4, t. 14, l. 1.
[69] P. 4, t. 14, l. 2.
[70] Febrero, ob. cit., To. 7-8, p. 214.
[71] Francisco Martínez Marina: “Ensayo histórico-crítico sobre la legislación”. Imprenta de la Sociedad Literaria y Topográfica, Madrid, 1845, ps. 206-209.
[72] Febrero, ob. cit., To. 7-8, p. 214; Novísima Recopilación, libro 12, tit. 26, ley 1. En el mismo sentido, Sala, Juan: “Sala Acondicionado, o Ilustración del Derecho Español”. Librería de D. Salva, Calle de Lille No. 4, París, 1844, Tomo II, tit. XXVII, p. 107.
[73] Febrero, ob. cit., To. 7-8, p. 214.
[74] P. 7, t. 8, l. 3; P. 7, t. 17, l. 1; Arrom, ob. cit., p. 83.
[75] Arrom, ob. cit., p. 92.
[76] Febrero, ob. cit., To. 7-8, p. 214.
[77] Sala, ob. cit., To. II, p. 99.
[78] Pérez y López, ob. cit., To. 8, p. 61.
[79] Elizondo, ob. cit., p. 302; Pérez y López, ob cit., “Amancebados”, p. 1502.
[80] Pragmática del 9-6-1500. Sevilla. Reyes Católicos, Ley 36, cap. 47 y 53.
[81] Reales resoluciones no recopiladas, R. 15-5-1788.
[82] Real Cédula del 13 de febrero de 1727: “Que el Virrey del Perú, Arzobispos, obispos, y Prelados de las Religiones se dediquen con el mayor esfuerzo, y actividad al más pronto rigoroso, y exemplar castigo de los amancebamientos públicos de los Sacerdotes, así regulares, como seculares, que públicamente sustentan familias enteras de mugeres e hijos, con grave escandalo, procediendo contra ellos conforme al derecho canónico, hasta deponerlos, si fueren incorregibles, de su prebendas, curatos, y oficios, y estrañarlos del Reyno, para cuyo fin los ordinarios acudirán al virrey, siempre que convenga, para que les dé el auxilio que necesitaren. Que a este efecto llame dicho Virrey a cada uno de los Prelados regulares, que residen en Lima, y les comunique las noticias, que tiene el Rey de los escándalos, y delitos de sus súbditos, a fin de que con toda vigilancia cuiden de su remedio, adviertiéndoles, que en caso de grave omisión, se halla con orden real, para remitir a España al Prelado descuidado. Que asimismo prevenga a todos los ministros reales, procedan rigorosamente al castigo de las mugeres, que viven deshonestamente, para que por este medio se eviten tan perniciosos escandalos.”. Disposición de diciembre 21 de 1786: “Que los Virreyes, Arzobispo etc, cumplan lo resuelto sobre causas de concubinatos; disponiendo, que por todos sus respectivos súbditos se guarde en las Indias lo ordenado para España en Cédula de 29 de febrero de 1777, en que se establecen la siguientes reglas:
I Que para evitar los pecados públicos de los legos, exerciten el celo pastoral los Obispos y Párrocos, tanto el fuero penitencia , como por medio de amonestaciones, y penas espirituales, en los casos, y con las formalidades prescriptas por derecho; y que no bastando estas se dé cuenta a las justicias reales, a quienes toca su castigo en el fuero externo; excusando el abuso de exigir multas por este motivo.
II Que si dada la cuenta a las justicias reales no procediesen estas al castigo de los delincuentes, se dé a los Virreyes, Presidentes, o Audiencias del distrito.
III. Que se estos fuesen omisos en ello, lo que no espera S.M., se dirija noticia al Consejo de Indias, quien tomará las providencias mas serias, y efectivas contra unos, y otros.
IV. Que en los casos y ocasiones, en que puedan, y deban los jueces eclesiásticos implorar el auxilio del brazo seglar, se imparta sin retardación por las Audiencias y justicias ordinarias respectivas, en el modo y términos, que prescriben las leyes de Indias, que tratan de la materia.
V. Que quando se expidan por S.M. indultos generales, los gocen y sean comprendidos en ellos los delincuentes eclesiásticos, contra quienes estuvieren conociendo sus jueces, siendo las penas que se les habían de imponer tales, que puedan ser remitidas por dichos indultos”. (MATRAYA y RICCI, Juan Joseph: “Catalogo cronológico de pragmáticas, cédulas, decretos, ordenes y resoluciones reales”. Instituto de Investigaciones de Historia del Derecho. (INHID), Bs.As, 1979, ps.302-397.
[83] Asunción Lavrin y Edith Couturier: “Las mujeres tienen la palabra. Otras voces en la historia colonial de México”, en Gonzalvo, ob. cit., p. 226.
[84] Lavrin y Couturier, ob. cit, p. 228.
[85] Carlos Mayo: “Estancia y sociedad en la pampa”, ps.165-190.
[86] Mayo, ob. cit.
[87] Mallo, ob. cit.
[88] “La sexualidad manipulada en Nueva España: modalidades de recuperación y de adaptación frente a los tribunales eclesiásticos”, en “Familia y Sexualidad en Nueva España”, Sep. 80, Fondo de Cultura Económica. México, 1982, ps. 238-257.
[89] Ward Stavig: “Living in offense of our Lord. Indigenous sexual values and marital life in the colonial crucible”, Hispanic American Historical Review, Duke University Press, 1995, 75:4, ps. 597-621.
[90] AHPBA 7-1-27-18; 5-5-66-40; 5-5-72-11; 7-1-71-17; 7-1-81-19; 5-5-74-2; 7-1-95-14; 5-5-67-5; 7-1-96-11; 5-5-22-1.
[91] AHPBA 7-2-104-19.
[92] AHPBA 7-1-88-33.
[93] AHPBA 5-5-67-5.
[94] AHPBA 5-5-78-18.
[95] AHPBA 5-5-67-5.
[96] AHPBA 5-5-66-40.
[97] AHPBA 5-5-67-5.
[98] AHPBA 5-5-79-12; 7-1-88-33; AGN, 195, 4.
[99] En un caso en el que un indio estaba amancebado públicamente con una viuda, el Fiscal José Márquez de la Plata, a través de una vista del 27 de mayo de 1803 sostuvo que “por ser el delito de amancebamiento uno de los que se numeran en clase de públicos, y que por las fatales consecuencias con que trasciende viciando la educación y honestidad publica hasta el termino de mayores desordenes, las leyes, y particulares disposiciones de su majestad, en todas edades, han recomendado con encarecimiento a las justicias territoriales (conminandolas por la omisión con penas pecuniarias) a las reales audiencias, chancillerias, y consejos la persecución de ese delito, encargando a los prelados el interés en su celo pastoral para amonestar, y aun da cuenta a las justicias, gradualmente, y que los fiscales promuevan el castigo por la vindicta publica”, aconsejando “se remita (al indio) a su pueblo y familia, con las prevenciones convenientes a las justicias del territorio por medio del señor gobernador de la provincia, haciéndose las que correspondan al alcalde de la vecindad de (la viuda) a fin de que este a la mira de la conducta de esta en lo sucesivo, y que para evitar las consecuencias del mal ejemplo, y educación de los hijos, y la disipación de los bienes de estos, estando como están por su orfandad cometidos bajo la real protección de vuestra alteza provea el alcalde desde luego de
tutela, cura, y educación de personas y bienes con la formalidad que corresponde”. La Real Audiencia, siguiendo la opinión de su Fiscal, por auto del 4-6-1803, condeno al indio a “un año de presidio contando desde el día de su prisión con la calidad de que concluido se le restituya al lugar de su domicilio a hacer vida maridable con su mujer” y lo apercibió de que “en caso de volver a la otra banda de este río será castigado severamente”. También ordeno escribir “carta acordada al alcalde de la Colonia para que este a la mira de la conducta de la viuda, cuidando de la educación de sus hijos y de sus bienes”.
[100] AHPBA 5-5-67-5; 7-2-104-19.
[101] Martinez Marina, ob., cit., p. 195.
[102] Pérez y López, ob. cit., T° 16, p. 5.
[103] P. 4, t. 15, l. 1; Pérez y López, ob. cit., T° 16, p. 5.
[104] Pérez y López, ob. cit., T° 16, p. 5.
[105] P. 4, t. 15, l. 3.
[106] Pérez y López, ob. cit., T° 16, p. 5.
[107] P. 4, t. 13, l. 1.
[108] P. 4, t. 15, l. 5.
[109] Pérez y López, ob. cit., T° 16, p. 5.
[110] Decretales, libro 4, título 17, capítulo 3.
[111] Decretales lib.4, tít.17, Cap.4.
[112] P. 4, t. 15, l. 2.
[113] P. 4, t. 15, l. 9.
[114] P. 6, tit. 13, l. 7.
[115] Elizondo, ob., cit., T° 1, p 71.
[116] Lawrence Stone: “Familia, sexo y matrimonio en Inglaterra 1500-1800”. Fondo de Cultura Económica, México, 1989, p. 40.
[117] Sara F. Matthews Grieco: “El cuerpo, apariencia y sexualidad” en “Historia de las mujeres. Del renacimiento a la Edad Moderna. Los trabajos y los días”, Bajo la dirección de Georges Duby y Michelle Perrot, Taurus, Madrid, 1993, ps. 67-109.
[118] Mariló Vigil: “La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII”. Siglo Veintiuno de España Editores S.A., Madrid, 1986, p. 195.
[119] Martinez Marina, ob. cit., p. 203.
[120] Vigil, ob. cit., p. 195.
[121] Robert Mc Caa: “Calidad, clase y matrimonio en el México colonial: El caso de Parral, 1788-1790”, en Gonzalbo, ob. cit., ps. 150-170.
[122] Olwen Hufton: “Mujeres, trabajo y familia”, en “Historia de las mujeres. Del renacimiento a la Edad Moderna. Los trabajos y los días”, ps. 23-65.
[123] Vigil, ob. cit., p. 195.
[124] Nilda Guglielmi: “La tornata de la mujer viuda. (Italia del centro y del norte. Siglos XIII-XV)”, en “Historia Económica y de las instituciones financieras en Europa”. Trabajos en homenaje a Ferran Valls I Taberner. Barcelona, 1989, p. 3463.
[125] Vigil, ob. cit., p. 200.
[126] Mayo, ob. cit.
[127] Hufton, ob. cit.
[128] Cecilia A. Rabell: “El patrón de nupcialidad en una parroquia rural novohispana. San Luis de la Paz, siglo XVIII”, en Gonzalbo, ob. cit., ps. 199-217.
[129] Guglielmi, ob. cit.
[130] Rabell, ob. cit.
[131] Matthews Grieco, ob.cit.
[132] Guglielmi, ob. cit.
[133] Elsa Malvido Miranda: “Algunos aportes de los estudios de demografía histórica al estudio de la familia en la época colonial de México”, en “Familia y Sexualidad en Nueva España”, Sep. 80, Fondo de Cultura Económica, México, 1982, ps. 81-99.
[134] Stone, ob. cit., p. 40.
[135] Guglielmi, ob. cit.
[136] Alonso De Andrade: “Libro de la guía de la virtud y de la imitación de nuestra Señora. Tecera parte, en que se trata de su vida y de los heroicos ejemplos que dio a los fieles de virtud; y en particular a los casados y viudos, desde su desposorio con el glorioso San Josef, hasta su dichoso transito al cielo”. En Madrid, por Diego Díaz de la Carrera, 1646, citado por Vigil, ob. cit., p. 199.
[137] Guglielmi, ob. cit.
[138] P. 4, t. 12, l. 1.
[139] P. 4, Proemio al titulo 12.
[140] P. 4, t. 12, l.21.
[141] P. 4, t. 13, l. 2 y 3.
[142] Martinez Marina, ob. cit., p. 243.
[143] “Mujer, matrimonio y vida marital en las Cortes castellano-leonesas de la Baja Edad Media”, en “Las mujeres medievales y su ámbito jurídico”, Actas de las Segundas Jornadas de Investigación Interdisciplinaria, UNAM, 1983, p. 79.
[144] Fuero Juzgo, libro III, tít., 8, ley 6.; Fuero Real, libro II, tít., ley 11 y P. 4, t. 9, l. 8.
[145] P. 4, t. 9, l. 8.
[146] P. 4, t. 9, l. 8.
[147] P. 7, t. 5, l. 3.
[148] Fuero Real, libro II, tít., ley 12: “Como ninguno puede casar con la muger que conoció viviendo la suya. Si algún ome se casare con muger agena, o si hiciere juicio que se casara con ella después de muerto su marido, o por su consejo o por su obra fuere muerto su marido, si en la vida del marido hubo que ver con ella, no se puede después casar con ella”.
[149] Arrom, ob. cit., p. 84.
[150] “La mujer castellano-leonesa del pleno medievo. Perfiles literarios, estatuto jurídico y situación económica”, en “Las mujeres medievales y su ámbito jurídico”, Actas de las Segundas Jornadas de Investigación Interdisciplinaria, UNAM, 1983, p. 59.
[151] Arrom, ob. cit., p. 76.
[152] José María Ots Capdequí: “El sexo como circunstancia modificativa de la capacidad jurídica en nuestra legislación de Indias”, en Anuario de Historia del Derecho Español, Tomo VII, Madrid, 1930, ps. 311-80.
[153] ob. cit.
[154] ob. cit., ps. 311-80.
[155] Arrom, ob. cit, p. 81.
[156] P. 6 t. 13, l. 7.
[157] Elizondo, ob. cit., To.I V. 2 y 7, p. 97.
[158] P. 5, t. 13, l. 26.
[159] Elizondo, ob. cit. ,To. II, p.179, 1.
[160] Pérez y López, ob. cit., tit. XVI, ley XIX.
[161] ob. cit.
[162] ob. cit., p. 247.
[163] Cristina Segura Graiño: “Aproximación a la legislación medieval sobre la mujer andaluza: El Fuero de Úbeda”, p.87, en “Las mujeres medievales y su ámbito jurídico,. Actas de las Segundas Jornadas de Investigación Interdisciplinaria, UNAM, 1983.
[164] ley 15.
[165] ob. cit., T° 1, p. 111.
[166] Arrom, ob. cit., p. 90.
[167] P.6, t. 16, l. 19.
[168] Elizondo, ob. cit,. To. II, p. 179.
[169] Pérez y López, ob. cit., T°3, p. 371.
[170] Arrom, ob. cit., p. 90.
[171] Elizondo, ob. cit., T° 1, p. 112.
[172] Cód., lib. 5, tít. 24; P. 4, t. 19, l. 3.; Pérez y López, ob. cit., Divorcio, T° 11, p. 205.
[173] Cód., lib. 5, tít. 24; Fuero Real, libro 3, tít. 8, ley 3; P. 4, t. 19, l. 3; Pérez y López, ob. cit., “Divorcio”, T° 11, p. 205.
[174] P. 5, t. 12, l. 37.
[175] Escriche: “Diccionario Razonado de Legislación y Jurisprudencia”. París, 1864, p. 1325.
[176] Escriche, ob. cit., p. 1325. En el mismo sentido, Pérez y López., ob. cit., T° 14, p. 202.
[177] Escriche. ob. cit., p. 102.
[178] Escriche. ob. cit., p. 102.
[179] “Instituciones de Derecho Real de España”, Buenos Aires. Imprenta del Estado, 1834, ps. 63-65.
[180] Alvarez, ob. cit., p. 65; Febrero, ob. cit., To 1-2-, p. 67.
[181] Alvarez, ob. cit., p. 65.
[182] P. 4, t. 18, l. 18; Sala, ob. cit., To. 1, p. 34.
[183] Fuero Real, libro 3, tít. 8, ley 1.
[184] P. 7, t. 17, l. 1.
[185] P. 7, t. 8, l. 3.
[186] Ley 78 de Toro. Novísima Recopilación, libro 10, tit. 5, ley 11.
[187] P.7, t. 8, l. 12.
[188] En AHPBA 5-5-22-1 un hijo casado atestigua haber acudido ante unos ronquidos extraños y haber encontrado a su padrastro ahorcando a su madre que estaba desnuda en el suelo, a la vez que daba furiosos golpes y patadas.
[189] AHPBA 7-5-13-6.
[190] AGN, 35-4-3, exp. 30. y 35-3-5, exp. 15 : “Con motivo de haber pasado a segundas bodas y hallarme con crecida familia”.
[191] AHPBA 5-5-66-40.
[192] AHPBA 7-1-27-18. Quien había intervenido en esta causa como alcalde de Primer voto era Cecilio Sánchez de Velasco, el padre de Mariquita.
[193] AGN, Registro 1, 1784, f.433. En este caso, conforme Seoane se discernió la tutela en cabeza del padrastro teniendo presente, “que sin embargo de las diligencias que se han practicado no ha podido adquirirse otra persona de tanta recomendación como la que se propone, y con la circunstancia de una seguridad, y abono como es don…nombró por tutor de la única hija del difunto a don…sin embargo de ser legítimo esposo de la madre de ella”. María Isabel Seoane: “La guarda de los huérfanos en el siglo XVIII. (Aspectos de un estudio general de la institución en el actual territorio argentino)”. Anuario Histórico Jurídico Ecuatorian,o vol. VI. Quito, 1980, ps. 407-438.